Panamá

Por Olmedo Beluche

El pueblo panameño ha salido a las calles en protesta por la suba de precios y la informalidad laboral. Pero el trasfondo de la crisis reside en el corazón mismo de la economía capitalista global: Panamá es un paraíso para el gran capital y un infierno para las clases trabajadoras.

Pocas veces los acontecimientos de Panamá alcanzan titulares en los medios de comunicación internacionales. En los últimos años, cuando las noticias del país han dado la vuelta al mundo, se refirieron al gran paraíso fiscal y financiero en que se ha convertido este pequeño istmo, y que ha trascendido gracias a escándalos como el de los «Panama papers».

Este paraíso financiero adherido al canal, en que pululan los bancos con cuentas secretas y bufetes que crean empresas de maletín, junto a enormes rascacielos al servicio de la especulación inmobiliaria y puertos que trasiegan decenas de miles de contenedores cada año —donde cualquier empresa multinacional se puede establecer con pingües beneficios fiscales—, para regocijo de la burguesía financiera y rentista, fue denominado por un expresidente capitalista (que entró a la Presidencia millonario y salió multimillonario) como «la Dubái de Centroamérica».

Pero a ese «paraíso capitalista», modelo y orgullo de la globalización neoliberal y a menudo exhibido como ejemplo —junto con Chile en América Latina— del «buen» funcionamiento del sistema, le ha llegado ahora el turno de la explosión social, un estallido que ha remecido hasta sus cimientos tanto su orden económico como el político.

En los últimos días, y en todas las direcciones de la geografía nacional, la gente se echó a las calles, realizó bloqueos y se movilizó, tanto en las capitales provinciales como en los pequeños poblados. De esta manera, el pueblo panameño sigue los pasos que en los últimos años llevaron a las calles a los chilenos, colombianos, ecuatorianos y un largo etcétera.

La causa del estallido social radica en un elemento central de la crisis mundial capitalista: la alta inflación de los precios, en especial de la comida, impulsada por el alza de los precios del combustible.

El movimiento magisterial, motor de la lucha

En la primera semana de julio, el descontento popular —que ya venía fraguando gracias a los efectos sociales de la pandemia de la COVID-19 con protestas de todo tipo, pero todavía fragmentadas— escaló cuando los gremios magisteriales, la Asociación de Educadores Veragüenses (AEVE) y la Asociación de Profesores de la República (ASOPROF), junto con otros gremios docentes, convocaron a la movilización y a la huelga.

Santiago, capital de la provincia de Veraguas, no solo está ubicada en el centro geográfico del país, sino que también está en el centro del espíritu combativo de los educadores, pues allí se ubica la histórica Escuela Normal de Santiago, de la que han egresado el grueso de los maestros y maestras que laboran en cada comunidad del «Panamá profundo».

El movimiento magisterial tiene una tradición de lucha que se remonta hasta mitad del siglo XX, enfrentando tanto la presencia colonial norteamericana en la desaparecida Zona del Canal, como en defensa de la educación pública y por las libertades democráticas contra el régimen militar del general Noriega en los años 80.

En los años posteriores a la invasión norteamericana de 1989, conforme se consolidaba el modelo neoliberal, el magisterio adquirió cada vez mayor conciencia de su pertenencia de clase, pasando del mero gremialismo y las políticas conservadoras a considerarse parte integrante del movimiento obrero.

En el marco de un enorme descontento social acumulado, y teniendo en cuenta el gran prestigio con que cuentan los docentes debido a su rol en la sociedad, las movilizaciones convocadas por los gremios magisteriales, con el apoyo de sindicatos obreros, concitaron el apoyo masivo de la población y de otros sectores productivos, como transportistas y productores.

La paciencia del pueblo panameño tiene un límite

En la primera quincena de julio de 2022, lo que empezó como un puñado de protestas aisladas de parte de transportistas y productores agropecuarios por las alzas de los precios de los combustibles, adquirió proporciones gigantescas con la incorporación del movimiento magisterial. Las demandas populares centrales son muy simples y concretas: rebaja del precio de la gasolina a tres dólares por galón (como estaba antes del brote inflacionario que lo llevó a rozar los seis dólares por galón) y congelamiento de la canasta básica alimenticia y de las medicinas.

En un hecho poco usual para un movimiento sindical y popular tradicionalmente fraccionado, en mayo nació una coordinara denominada Alianza Pueblo Unido por la Vida, que unió a las principales centrales obreras (CONUSI, CNTP, Convergencia Sindical, FAT) con la Asociación de Profesores de la República (ASOPROF), con los docentes de educación media e incluso con algunas organizaciones políticas de izquierda. Esta Alianza realizó importantes movilizaciones, que anticiparon el enorme potencial del movimiento.

Por otro lado, nació otra confluencia, la Alianza Nacional por el derecho del Pueblo Organizado (ANADEPO), encabezada por la Asociación de Educadores Veragüenses (AEVE), que además también sumó sectores obreros afiliados a la FUCLAT, cuyo principal sindicato son los trabajadores de la Coca-Cola junto con productores agropecuarios y transportistas de carga de las provincias.

El intento de la policía de reprimir las movilizaciones de los educadores que contaban con gran respaldo popular terminó por indignar a la gente y radicalizar la lucha: se decretó un paro indefinido, al que se sumó todo el magisterio de punta a punta del país, y se organizaron piquetes y bloqueos en todas las comunidades.

La radicalización alcanzó a la nación Ngabe-Buglé, comunidad indígena que en su mayoría se desempeña como trabajadora agrícola en las plantaciones bananeras y cañeras o en las fincas cafetaleras y que cuenta con amplia experiencia de lucha (la más feroz, en 2010, cuando el gobierno de Ricardo Martinelli intentó imponer un proyecto minero lanzando una feroz represión que no pudo doblegar a la población). Miles de hombres y mujeres de la comarca salieron a cortar la carretera panamericana en diversos puntos.

Causas estructurales del estallido

En los últimos 20 años, Panamá ha exhibido cifras macroeconómicas que son un encanto para los neoliberales. En particular, un sostenido crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB), que hacia 2010 llegó al 10% (aunque luego se fue moderando), impulsado por una economía dolarizada que ha aprovechado para la acumulación privada la reversión del canal a la soberanía panameña a inicios de este siglo, además de contar con todo tipo de incentivos fiscales.

La formación socioeconómica panameña ha sido denominada como «transitista», para describir el hecho de que ese es el papel que le toca al istmo de Panamá en la división internacional del trabajo: muy baja producción agropecuaria e industrial y todo el peso del Estado y la economía volcada a la zona de tránsito de mercancías, hoy estructurada en torno al canal. Se trata, así, de un país que importa casi todo lo que consume, con una balanza comercial siempre deficitaria.

Pero los números que alegran a los neoliberales esconden la realidad de que este país, incluso antes de la pandemia, ya era considerado por el Banco Mundial como uno de los más desiguales de América Latina y el mundo. Aquí, el decil de la población con mayores ingresos recibe cuarenta veces más que el decil con menores ingresos. Este sector de menores ingresos y altas tasas de pobreza geográficamente se ubica en las comunidades rurales e indígenas, que son las que ahora han salido a protestar y bloquear la carretera Panamericana.

Según la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), a 2018, el 20% de la población de Panamá se encontraba por debajo de la línea de pobreza y el 10% por debajo de la línea de pobreza extrema. Todo ello acicateado por una precarización del empleo que lleva 40 años y que, pese a que las tasas de desempleo se mantuvieron siempre alrededor del 5%, la informalidad superó el 40% de la población económicamente activa.

Todo ello fue a peor en 2020 a partir de los efectos económicos de la pandemia. No hay estudios de pobreza de esta fase, pero sí del comportamiento del empleo: respecto a un estimado de poco más 4 millones de habitantes, la población económicamente activa (PEA) se calcula en 2 millones de personas. A 2019, el 40% se encontraba en la informalidad y el cuentapropismo, recibiendo un duro golpe al paralizarse por meses la economía. Solamente unas 200 mil personas que trabajan en el sector público mantuvieron sus empleos e ingresos.

De los asalariados del sector privado, que a 2019 eran 873,750 personas, solo conservó su empleo el 30%; el 37% fue despedido tan pronto se paralizó la economía en marzo de 2020 y el 33% (284 mil personas) pasaron a un limbo jurídico denominado «contratos suspendidos»: las empresas dejaron de pagarles y recibieron un «bono solidario» del Estado.

En medio de la desesperación producida por la pandemia de la COVID-19 y con el objetivo de atenuar la crisis, el gobierno creó el Programa Panamá Solidario, consistente principalmente en un bono o vale digital de 120 dólares mensuales por familia… en una economía en la que la canasta básica alimenticia supera los 330 dólares.

Peor aún, la totalidad del gasto social en transferencias sociales disminuyó en 2020 respecto a 2019 en un 17%, es decir, el gobierno se dio el lujo de aplicar la «austeridad» en el peor momento de la crisis. Austeridad, vale la pena aclararlo, solo entre los pobres: al sistema bancario se le permitió hacer uso de 1000 millones de sus reservas y se les otorgaron 500 millones adicionales de «ayuda», nada de lo cual ayudó a los asalariados de capas medias a enfrentarse con los cobros a sus hipotecas ni frenó los embargos. De hecho, durante estos últimos años, el sistema financiero ha reportado superganancias anuales superiores a los mil millones.

Con la reactivación económica de 2021, la mayor parte de esos despedidos y suspendidos no recuperó sus empleos. Aunque las cifras del Instituto Nacional de Estadística y Censo (INEC) hablan de una disminución de la tasa de desempleo al 7%, la realidad es que si se focaliza sobre la población más joven (15 a 30 años de edad) el desempleo abierto ronda el 30%. Quienes se insertan en alguna actividad para tener algún ingreso lo hacen en los marcos de la informalidad, que supera ya el 40%.

Así, el grado de descontento y desesperación de la población panameña con la inflación de los precios de los combustibles, alimentos y medicinas queda explicado. Pese a que en Panamá la inflación no alcanza cifras extraordinarias como en Venezuela o en Argentina (en junio de 2022 llegó al 5,2% respecto al año anterior), el aumento de los precios, dada la precariedad laboral y salarial, conduce a las familias a la desesperación.

La lucha de clases fiscal

En el marco de la crisis actual, la burguesía y sus medios de comunicación tratan de llevar agua a su molino insistiendo en que el motivo de la explosión social es únicamente la corrupción, sin mencionar para nada el modelo económico. De ahí que los medios y la Cámara de Comercio, mayor organización patronal del país, exijan al gobierno contención del gasto público, despidos y austeridad.

El gobierno de Laurentino Cortizo, sin admitir el alto grado de corrupción que lo corroe, ha aceptado parte del argumento empresarial y ha decidido contener el gasto con una reducción del 10% de la planilla estatal, lo que puede significar el despido de hasta 27 mil funcionarios que se sumarían a la ya grave crisis del empleo.

En sentido contrario, las organizaciones de izquierda, como Polo Ciudadano, y los sindicatos más avanzados han señalado que el problema central de la administración pública y los recursos necesarios para cubrir el gasto social reside en la alta evasión fiscal, a la que se suma la política de incentivos y exoneraciones que se hacen a los principales rubros de la economía. El problema no son los subsidios a los pobres, sino los subsidios a los ricos y las grandes empresas.

El economista Juan Jované ha estimado que la evasión fiscal en Panamá, en la década de 2009 a 2019, totaliza unos 46 mil millones de dólares, lo que equivale a la totalidad de la deuda pública del país. Ese proceso de evasión impune ha ido creciendo a un promedio 3000 millones de dólares por año hasta llegar a los 6 mil millones en 2019, donde se estima que se mantiene. A todo ello se suma una política de incentivos y exoneraciones fiscales.

Panamá es un paraíso para el gran capital y un infierno para las clases trabajadoras.

Por una alternativa popular y antineoliberal

El debate de fondo es entre dos proyectos de país, dos propuestas políticas, sociales y económicas diametralmente opuestas. Por un lado, la propuesta de los gremios empresariales y los partidos políticos de la burguesía: medidas cosméticas que solo hablan de corrupción sin modificar la estructura social y económica del país y que persiguen imponer una austeridad que pagará la clase trabajadora. Por otro lado, la propuesta de la izquierda, con medidas que apuntan a resolver el problema de fondo, estructural, partiendo de una reforma fiscal progresiva en la que paguen más impuestos los que más ganan y que penalice la evasión.

De esta forma, el principal reto de la vanguardia obrera y magisterial que ha encabezado esta lucha no reside solamente en conseguir alguna rebaja de la gasolina y el congelamiento de algunos productos básicos, sino en cuajar una propuesta política alternativa que sea capaz de dirigir el país hacia las transformaciones estructurales y sistémicas que resuelvan a favor de la clase trabajadora y el pueblo la actual crisis.

Mientras no logremos concretar ese proyecto político popular y antineoliberal, todas las victorias económicas serán efímeras, y los gobiernos empresariales de turno seguirán llevando la riqueza nacional a las arcas de los capitalistas nacionales y extranjeros.

Un eslabón más en la cadena del capitalismo globalizado

Es interesante notar que la actual explosión social en Panamá, además de la acumulación histórica de un modelo económico capitalista neoliberal y dependiente, viene acicateada como resultado de las medidas tomadas por el gobierno de Estados Unidos y los gobiernos títeres de la Unión Europea y la OTAN que, para sancionar a Rusia por su invasión a Ucrania, han impuesto restricciones a sus exportaciones de gas y petróleo que han llevado al alza de los precios de estos productos a nivel mundial.

Lo que supuestamente debía llevar a Rusia al colapso económico, político y militar, se le devuelve al presidente Biden como un búmeran que le golpea y desestabiliza la parte del mundo que controla. Es lo que el filósofo Hegel llamaba la «astucia de la historia», y que el argentino Nahuel Moreno llamaba la «ley del bombero loco» (que pretendía apagar un fuego echando gasolina). Cuando la situación económica y política está madura para un cambio de época, la crisis de lo viejo sale por las vías más insospechadas y todo lo que haga por preservar el viejo orden se vuelve en contra.

Esa crisis del capitalismo neoliberal y decadente del siglo XXI se refleja en los sucesos de Panamá. Aunque el gobierno logre zafar de esta situación cediendo en la rebaja de la gasolina, lo cual, sin dudas, representará un triunfo del movimiento popular, el problema de fondo seguirá allí. Y es que la explosión social panameña no es un caso aislado, sino parte de un proceso mundial. En América Latina se vio precedida por la movilización indígena encabezada por la CONAIE en Ecuador (cuyos reclamos eran similares a los del movimiento panameño) y por el triunfo electoral de Gustavo Petro en Colombia.

Ante la crisis terminal de un sistema que solo sirve para unos pocos, nuestros pueblos no bajan los brazos y buscan otra salida. Y en ese camino, poco a poco, van construyendo otro mundo posible.