Por Olmedo Beluche
Entre 1815 y 1820, el bando insurgente que constaba de unos 20,000 combatientes, al inicio, sufrió reiteradas derrotas militares de un ejército realista fortalecido, mejor armado y entrenado que contaba con hasta 40,000 soldados. Las autoridades y jefes militares de la monarquía en Nueva España, especialmente a partir de septiembre de 1816, cuando Félix Calleja fue suplantado por el virrey Juan Ruiz de Apodaca, quien pretendía ser más conciliador, combinaron dos tácticas combinadas que les dieron resultados esperados: fusilamiento de los líderes con indultos a quienes se rendían.
En ese interín, aceptaron indultos los jefes rebeldes: J. M. Vargas, Fermín Urtiz, Encarnación Rosas, José Santana, Marcos Castellano, Ramón López Rayón, Juan Mier y Terán, Francisco Osorno, Carlos Bustamante, Vicente Vargas, Melgarejo, Villagrán, Vicente Vargas, Inclán, Mariano Tercero, Juan Pablo Anaya, entre otros. Guadalupe Victoria no se indultó, pero luego de ser derrotado se escondió hasta 1821.
Fueron capturados: Ignacio López Rayón, José Sixto Verduzco y Nicolás Bravo. Fueron capturados y fusilados o muertos en combate: Víctor Rosales, Ignacio Couto, Serafín Olarte, Benedicto López, José Págola, José Bermeo, Gordiano Guzmán, Guadalupe González y Mariano Sánchez Arriola.
En diez años de guerra civil, habían muerto un millón de personas, la sexta parte de la población de la Nueva España. Esta situación a su vez tuvo efectos catastróficos sobre la economía del virreinato, con la paralización tanto de la actividad minera como de la agricultura (Landavazo, 2008).
Durante unos meses de 1817, la expedición del español republicano Francisco Xavier Mina con tropas llegadas de fuera dio un aire a la guerra, pero en pocos meses, de abril a noviembre, sería derrotado, capturado y fusilado. Los siguientes dos años el único que logró resistir exitosamente fue Vicente Guerrero que se atrincheró en la Sierra Madre del Sur.
El otro problema fue la división entre las fuerzas insurgentes, como continuidad de la ruptura entre Rosáins, primero, e Ignacio López Rayón y J. M. Cos, después, con el Congreso de Anáhuac. Este último, previendo la persecución realista nombró una Junta Subalterna de Gobierno, que se conoció como Junta de Jaujilla, la cual no es reconocida por Juan Pablo Arroyo, el cual detiene a sus miembros en febrero de 1816.
Con posterioridad la Junta de Jaujilla y sus seguidores se agrupan en la llamada Junta de Uruapán, la cual nunca fue reconocida por Anaya, J. M. Cos, ni Ignacio López Rayón. Presionados por la persecución realista se trasladan a Zárate donde se nombra una nueva Junta dirigida por Págola, Sánchez y Villaseñor, la cual tampoco es reconocida por José A. Torres. Finalmente se conforma, el 1 de abril de 1818, la Junta de Balsas, la cual nombra a Vicente Guerrero como máximo jefe militar.
En enero de 1820 se produjo en España un hecho que cambiaría por completo la situación para la guerra de independencia de toda América, incluida Nueva España: la revolución liberal del general Rafael de Riego.
La mayor expedición militar que Fernando VII pretendía enviar a América para terminar de aplastar la resistencia de los grupos insurgentes, a cargo del general Rafael de Riego, se sublevó y obligó al rey a aceptar la Constitución de Cádiz, inaugurando lo que se ha llamado el Trienio Liberal, hasta que fue aplastado por la invasión militar de la Santa Alianza en 1823, para restaurar una vez más el absolutismo, pero cuando ya era tarde para evitar la independencia de las Américas.
En marzo de 1820, Fernando VII fue obligado por los militares a decir: “He oído vuestros votos, y cual tierno padre he condescendido a lo que mis hijos reputan conducente a su felicidad. He jurado la constitución por la cual suspirabais…” (Fernado, 1820).
Por supuesto que la nueva situación política no gustó para nada a los acérrimos españolistas y absolutistas de la Nueva España, en especial las medidas contra el clero, como la abolición del diezmo y la Inquisición. Liderados por el cura Matías de Monteagudo, un grupo perteneciente a la Real Audiencia de México junto con algunos obispos, montaron la llamada Conspiración de La Profesa.
Los conspiradores planificaron asumir la independencia de México, pero por razones completamente opuestas a lo que había sido el proyecto liberal de los insurgentes, su idea era mantener el control de las instituciones absolutistas de la Nueva España, y de las personas y familias que habían encarnado hasta ese momento lo más retrógrado del sistema monárquico, pero independientes del gobierno liberal que se había formado en Madrid.
Evidentemente era un proyecto reaccionario, claramente antiliberal. Como su instrumento militar nombraron a uno de los más feroces generales pro-monárquico, Agustín de Iturbide. Como evidencia del proyecto reaccionario de independencia, el primer paso decidido por La Profesa, fue que Iturbide marchara al sur, derrotara a Vicente Guerrero para luego proclamar la independencia habiendo quitado de por medio a los liberales criollos.
En noviembre de 1820, Iturbide inició su expedición al sur contra las guerrillas de Vicente Guerrero. El problema es que los insurgentes rápidamente le asestaron golpes decisivos. El mismo Guerrero venció a una de sus columnas en la Batalla de Zapotepec, el 2 de enero de 1821. Así que, acicateado entre la dificultad de vencer a los rebeldes y la urgencia de proclamar la independencia del gobierno liberal español, Iturbide cambió de táctica y les escribe a Vicente Guerrero, el 10 de enero de 1821, para proponerle un acuerdo de paz.
Guerrero le contestó a Iturbide en carta fechada el 20 de enero, en los siguientes términos: “… nuestra única divisa es independencia y libertad. Si este sistema fuese aceptado por usted conformaremos nuestras relaciones, …, pero si no se separa del constitucional de España, no volveré a recibir contestación suya, ni verá letra mía… ni me ha de convencer nunca a que abrace el partido del rey, sea el que fuere… me será más glorioso morir en campaña que rendir la cerviz al tirano… todo lo que no sea concerniente a la total independencia, lo disputaremos en el campo de batalla…” (Guerrero, 1821).
El acuerdo entre ambos bandos se formalizó en Acatempan el 10 de febrero de 1821, algunos historiadores señalan que Guerrero se reunió en persona con Iturbide, otros que señalan que no fue así, y que él estuvo representado por José Figueroa. Sea como sea se consumó el llamado Abrazo de Acatempan.
El siguiente paso consistió en la proclamación del llamado Plan de Iguala, o de “las tres garantías”, por parte de Iturbide: religión católica, unidad de todos los mexicanos e independencia de España (Iturbide, 1821).
Los 24 artículos del Plan de Iguala recogían muchos de los reclamos de los insurgentes: una Junta de Gobierno, religión católica, fin de la esclavitud, ciudadanía, derechos civiles, etc. Pero se proponía crear un régimen monárquico cuyo trono se ofrecía a Fernando VII o a algunos de los infantes de España. Con lo cual se evidencian las ideas absolutistas persistentes de los conspiradores de La Profesa.
Pero los pocos aspectos constitucionalistas del Plan de Iguala no gustaron ni al virrey Apodaca, ni a los conspiradores quienes pretendían la independencia, pero bajo un régimen absolutista. De manera que, en marzo de 1821, Iturbide fue puesto fuera de la ley, pese a que había sugerido al virrey que presidiera la junta de gobierno y que se ofrecería el trono de México al propio Fernando VII, al cual incluso les escribió personalmente.
El rechazo del Plan de Iguala por los realistas de ciudad de México y del propio virrey tuvo como efecto la división del bando monárquico y la mezcla de los leales a Iturbide con los viejos insurgentes en lo que se llamó el Ejército Trigarante. Desde España, en mayo de 1821, se procedió a la destitución de Apodaca y su reemplazo por un liberal que llegó a estar preso bajo la restauración de Fernando VII, en 1814: Juan de O’Donojú, el cual arribó a Nueva España en agosto.
Después de la Batalla de Azcapotzalco, el 19 de agosto, Iturbide y O’Donojú se reunieron el 24 de agosto y firmaron los Tratados de Córdoba, el 24 de agosto de 1821, en los que se reconoce la independencia del Imperio Mexicano, con un régimen monárquico constitucional, que se ofreció a Fernando VII o a otro miembro de la dinastía borbónica, y en caso de que ninguno aceptara las Cortes designarían un soberano, el cual al fin y al cabo fue el propio Agustín de Iturbide.
El 16 de septiembre de 1821, O’Donojú e Iturbide proclamaron el final de la guerra. La Junta Provisional Gubernativa de 38 miembros que se designó se encontraba bien representada la oligarquía mexicana pro-monárquica hasta la última hora, pero ninguno de los jefes insurgentes que lucharon por la independencia fue convocado a participar, menos que menos, Vicente Guerrero, ni si quiera los más moderados, como Ignacio López Rayón, ni otros.
El 18 de mayo de 1822 el Congreso, electo de manera estamental al viejo estilo colonial, nombró a Agustín I como emperador del Imperio Mexicano. La lucha entre conservadores y reformistas liberales se prolongaría por todo el siglo XIX al igual que las guerras civiles.