Teoría e Historia

Por Olmedo Beluche

Para comprender a cabalidad el fenómeno de la nación, o estado nacional, y su derivado, el nacionalismo, hijos todos de la modernidad capitalista, hemos basado nuestro análisis en algunos textos que se han convertido en clásicos sobre este tema, aunque en Panamá siguen siendo mayormente desconocidos: ¿Qué es una nación?, de Ernest Renán (Renan, 1882); Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, de Benedict Anderson (Anderson, 1993); Naciones y nacionalismo desde 1870, de Eric J. Hobsbawm (Hobsbawm, 2000); y, El concepto socialista de nación, de Leopoldo Mármora (Mármora, 1977).

Palabras clave: nación, nacionalismo, clase social, ideología, capitalismo.

Introducción

Para entender los conceptos nación y nacionalismo, en el caso específico de Hispanoamérica es obligante leer: Inventando la nación. Iberoamérica. Siglo XIX, de Antonio Annino y François Xavier-Guerra  (Xavier-Guerra, 2003); así como Nación, identidad nacional y otros mitos nacionalistas  (Pérez-Vejo, 1999) y también La construcción de las naciones como problema historiográfico: el caso del mundo hispano (Pérez-Vejo, 2003), de Tomás Pérez Vejo.

Respecto a la construcción de la nacionalidad panameña, en el sentido ideológico, referimos al ensayo: Vasco Núñez de Balboa y la geopsiquis de una nación, de Ariadna García Rodríguez (García Rodríguez, 2001); Filosofía de la nación romántica (seis ensayos críticos sobre el pensamiento intelectual y filosófico en Panamá, 1930-1960), de Luis Pulido Ritter (Pulido Ritter, 2007); El mito de los próceres. La verdadera historia de la separación de Panamá de Colombia, mi aporte personal (Beluche, 2021).

La nación es una invención moderna

He iniciado citando las referencias bibliográficas anteriores para poder lanzar la afirmación de este subtítulo, al que muchos considerarán herejía: la nación es un invento moderno, más específicamente del sistema capitalista y, para mayor precisión, su parto se inició a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, se gestó a lo largo de esa centuria, maduró hasta 1918, con la Liga de las Naciones, y ha terminado de parirse con los movimientos de liberación nacional y anticoloniales posteriores a 1945, y la constitución de la Organización de Naciones Unidas (ONU).

La afirmación anterior no tiene que ver nada con una postura política o ideológica, sino en hechos reales y comprobados por especialistas de diversa procedencia política, como los citados:  mientras François Xavier-Guerra perteneció al Opus Dei, es conocida la adscripción de Eric Hobsbawm al marxismo. Benedict Anderson, en este ensayo que reseñamos, parece acercarse más a enfoques hermenéuticos. Las referencias citadas son estudios profundos sobre el tema y sus autores personas reputadas del ámbito académico.

Así como la nación es la forma moderna que adquiere el Estado en el régimen (o modo de producción) capitalista, los nacionalismos son la forma ideológica mediante la cual se otorga la “legitimidad” para gobernar, con la aceptación de los súbditos, ahora convertidos en ciudadanos.

Para lograr esa legitimidad política, mediante la construcción de una “identidad nacional”, la clase dominante de cada estado recurre a diversos instrumentos, empezando por la manipulación de la historia, para crear “mitos nacionales”, y luego inculcarlos a través de la educación, los medios de comunicación, la política, los “censos, mapas y museos” (al decir de B. Anderson), el deporte, etc. Esta manipulación ideológica muy eficaz, el nacionalismo, busca establecer una relación de igualdad entre el llamado “interés nacional” y el interés de la clase dominante.

Por esa razón, parodiando a Carlos Marx, me permito afirmar otra herejía: el nacionalismo es el opio de los pueblos en la modernidad, más que la religión.

A la afirmación anterior, que es casi un axioma, le cabe una aclaración: en la arena internacional, en las relaciones políticas y económicas entre Estados, hay dos tipos de naciones, las opresoras o imperialistas, y las oprimidas, explotadas, dependientes o semicoloniales. Mientras que el nacionalismo de los países imperialistas siempre es reaccionario, pues sirve para legitimar el saqueo de otras naciones; el nacionalismo de las naciones oprimidas tiene un carácter progresivo, a veces, porque sirve para enfrentar o resistir la dominación extranjera.

Es necesario diferenciar entre el legítimo derecho de cada etnia, pueblo o nación de defender y preservar su cultura, su lengua, sus tradiciones, lo cual es correcto y un deber moral, de la ideología nacionalista, que pretende exaltar e imponer el valor de una sola nación y su cultura por encima de las demás. Contra el nacionalismo que pretende la identificación de los modernos estados nacionales con una sola identidad, borrando las demás, hay que luchar por el reconocimiento constitucional del carácter pluriétnico y multinacional de cada estado nacional.

Partiendo del principio moral y legal de la igualdad de todos los seres humanos en derechos humanos, culturales, políticos, sexuales, es obligante reconocer y respetar la amplia riqueza cultural de la sociedad humana. Frente al mundo monocromático que defienden los nacionalismos hay que reivindicar la policromía de la cultura humana.

Por encima de los nacionalismos, reaccionarios o progresistas, la única filosofía política moralmente aceptable es el humanismo consecuente, que no procura ventajas para un grupo por encima de otros, sino que hace práctica concreta el viejo principio de los derechos humanos, del cristianismo y del marxismo, en el sentido de que todos y todas somos iguales en dignidad y derechos, sin importar el origen étnico, de clase, sexual o de identidad de género.

Los marxistas consecuentes, en el plano político y moral, sólo pueden ser humanistas, no pueden ser nacionalistas, aunque puedan aliarse eventualmente con los nacionalismos progresistas para enfrentar al colonialismo y al imperialismo (Lenin, 1914). Tampoco pueden ser nacionalistas los cristianos consecuentes, ni quienes aleguen defender la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la Organización de Naciones Unidas.

Nacionalismo y marxismo, una relación problemática

La obra de Anderson, “Comunidades Imaginadas”, publicada por primera vez en 1983, es motivada por las guerras entre Estados “obreros” o “socialistas”, de fines de la década de 1970, según confiesa el autor. La guerra de Vietnam contra Camboya (Kampuchea de Pol Pot), y de China contra Vietnam. En esos acontecimientos hay una contradicción, puesto que por definición el socialismo marxista es internacionalista (“los obreros no tienen patria”), pero en los hechos estos gobiernos, que se dicen inspirados en esa doctrina política, actúan bajo la lógica estatal nacional como cualquier otro estado.

Anderson a cita a Eric Hobsbawm: “… los movimientos y los Estados marxistas han tendido a volverse nacionales no sólo en la forma, sino también en la sustancia, es decir, nacionalistas” (Anderson, 1993, pág. 19).

Más adelante dirá Anderson, que la Unión Soviética actúa como la continuidad del Estado dinástico zarista hasta en la simbología, al asentar la sede del gobierno en el Kremlin, al igual que el Partido Comunista chino de Mao Zedong lo hizo en el Palacio Imperial (la “ciudad Prohibida”). También cita a Tom Nairn, cuando afirma que el nacionalismo representa el fracaso histórico del marxismo, que es una “patología histórica moderna”, y el propio Anderson señala que es una “anomalía incómoda” que esta teoría no logra explicar.

Es interesante acotar aquí que, ante la novedad del fenómeno nacional, Vladimir Ilich Lenin pidió a José Stalin, en 1912 – 1913, que trabajara un texto sobre este asunto del que salió su conocida definición: “nación es una comunidad humana estable, históricamente formada y surgida sobre la base de la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología, manifestada ésta en la comunidad de cultura” (Stalin, 1913), que ante la ausencia de alguno de estos factores dejaría de serlo.

Al parecer el ensayo no fue del agrado de Lenin, que un año después publicó su ensayo “Sobre el derecho de las naciones a la autodeterminación” (Lenin, 1914), en el que debatió con las concepciones de Rosa Luxemburgo sobre este tema (Luxemburgo, 2013). Mientras Luxemburgo no era partidaria de apoyar a los nacionalistas polacos, país en el que ella había nacido; Lenin, siempre defendió el derecho a la autodeterminación cuando estaba arraigado en la mentalidad de un pueblo, aunque la propuesta política de los bolcheviques era la unidad bajo una federación. Lenin fue consecuente con ese criterio como dirigente de la Unión Soviética y así lo ratificó con sus actos en Finlandia, Polonia, Ucrania y Georgia.

En el sentido de lo expresado por Benedict Anderson, respecto a las dificultades de la teoría marxista para explicar el problema nacional y que, al gobernar los partidos que se reclaman de esta teoría terminan capitulando al nacionalismo, es notable que la disquisición teórica de Stalin no sirvió para nada bajo su largo gobierno de la URSS, en la que asumió la perspectiva “gran rusa”, siendo él mismo georgiano. Las diferencias con Stalin al respecto fueron una de las causas de la ruptura personal de Lenin en sus últimos años de vida con él.

La actualidad de este debate lo grafica el que Vladimir Putin, en febrero de 2022, cuando lanza su invasión a Ucrania, lo hiciera con un discurso en el que criticaba la forma en que Lenin había actuado, respetando los derechos a la autodeterminación, incluso la independencia de las “naciones oprimidas”.

Las comunidades imaginadas de Benedict Anderson

Pese a que nación, nacionalidad, nacionalismo son términos difíciles de definir, “… la nacionalidad es el valor más universalmente legítimo en la vida política de nuestro tiempo”, dice Anderson, y agrega que el nacionalismo es un “artefacto cultural”, en el que se expresan tres paradojas: 1. La modernidad objetiva de las naciones vs su antigüedad subjetiva según los nacionalistas; 2. La universalidad formal de la nacionalidad (todos tienen una) vs el particularismo de sus manifestaciones; 3. El poder político de los nacionalismos vs su pobreza filosófica (que nunca ha tenido ningún gran pensador).

La nación implica un ejercicio por el cual sus habitantes se la “imaginan” con unos contornos específicos gracias a los mapas, o sea que es “limitada”; se la imaginan como “soberana”, es decir que en ella impera la libertad respecto a otras naciones; se la imaginan viviendo un “compañerismo” entre sus habitantes, sin distingos de clase social.

Anderson señala que sin duda el nacionalismo es una ideología, pero no corresponde a una categoría política como liberalismo o fascismo, sino que está al nivel de categorías culturales como el “parentesco” o la “religión”.

Define la nación como: “una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana”. Y aclara: “Es imaginada porque aún los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, …, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión” (Anderson, 1993, pág. 23).

En este sentido se apoya Anderson en el conocido ensayo de Ernest Renán que afirma: “… una nación existe cuando un número considerable de miembros de una comunidad consideran formar parte de una nación, o se comportan como si así ocurriera… Ahora bien, la esencia de una nación está en que todos los individuos tengan muchas cosas en común y también que todos hayan olvidado muchas cosas” (Renan, 1882).

Anderson también cita a Gellner: “… nacionalismo no es el despertar de las naciones a la autoconciencia, inventa naciones donde no existen”.

Elementos culturales sobre los que se funda el nacionalismo

Anderson señala que lo llamativo de la primera y segunda Guerras Mundiales no es solo que se hayan inmiscuido tantos estados y hayan sido tan enormes los medios empleados, sino que tanta gente haya sido convencida de dar su vida por su nación (Anderson, 1993, pág. 203).

Hay, pues en el nacionalismo un culto a la muerte, en el que los cenotafios y las tumbas juegan su papel simbólico, así como los himnos y los héroes míticos caídos en nombre de la patria. En este sentido, tiene mucho en común con las comunidades religiosas que le precedieron en el tiempo como constructoras de comunidades imaginadas.

Afirma: “… lo que estoy proponiendo es que el nacionalismo debe entenderse alineándolo, no con ideologías políticas conscientes, sino con los grandes sistemas culturales que le precedieron, de donde surgió por oposición” (Anderson, 1993, pág. 30). Esos sistemas culturales son: la comunidad religiosa y los reinos dinásticos.

En la construcción de las grandes comunidades religiosas (cristianismo, islam, budismo, confucionismo) siempre hubo una lengua sagrada (franca) que jugó un papel central a través de la que se construía la unidad de la comunidad como palabra divina. Los textos sagrados estaban escritos en latín, árabe, sánscrito, mandarín. Pero como la mayoría de la población era iletrada, le tocaba a una intelectualidad (clérigos) ser los intérpretes y transmisores de las ideas.

En el mismo sentido, a partir del siglo XVIII se consolidan dos elementos culturales claves para el nacimiento de las naciones y el nacionalismo: la novela y el periódico. Pero estos medios, son construidos a través de nuevos sectores sociales, intermediarios de las ideas con el pueblo, que ya no son los clérigos, sino la intelectualidad liberal y la burguesía. Es el “capitalismo impreso”, como le llama Anderson, y fundamenta esta idea con una estimación de la cantidad de libros editados en Europa a partir de los siglos XVI y XVII.

Las lenguas a través de las cuales se transmiten las ideas (en periódicos y novelas) no son lenguas antiguas que sólo unos pocos leen, sino las lenguas “vernáculas” (vulgares) que hablan grandes poblaciones. Aunque las lenguas “nacionales” que se van construyendo dejan de lado muchos dialectos (identidades) regionales que se hablaban en la Europa medieval, de los cuales comienza a emanar una lengua formal pero accesible a una mayoría. Por eso Lutero, al traducir la Biblia al alemán, es uno de los grandes fundadores de la modernidad.

Aquí ya hay un proceso de “olvido” de ciertas identidades precedentes, como diría Renán. El surgimiento de los Estados absolutistas (dinásticos) a partir del Renacimiento, así como asimila los feudos, principados, regiones y reinos bajo un solo gobierno, va imponiendo una lengua oficial que subsume a las lenguas comarcales.

Las lenguas elegidas para editar los libros y periódicos permiten la construcción de una “comunidad de hablantes” que sienten tener cosas en común, aunque vivan en lugares distantes y no se conozcan. Así mismo, la novela moderna da nacimiento a personajes genéricos que permiten crear esa ilusión de identificación en común.

Otro elemento que el nacionalismo hereda de la comunidad religiosa es la noción de tiempo, al decir de Anderson. Mientras que, en la comunidad religiosa precedente, el presente era un instante entre la “creación” y el “juicio final”, el cual se creía siempre próximo (tiempo mesiánico), a partir de los siglos XVIII y XIX (yo diría que desde el siglo XVI) el tiempo se transforma en “homogéneo y vacío”, concepto que toma de Walter Benjamin (Benjamin, 1955).

El capitalismo impone una noción de tiempo repetitivo medido por el reloj y el calendario. Tiempo cuya rápida obsolescencia está dada por el periódico (diario), como dice la canción, hasta el amor pasa y se transforma en el “periódico de ayer”, algo viejo al día siguiente, como dice la famosa canción inmortalizada con la voz de Héctor Lavoe y escrita por Catalino Alonso.

Desde finales del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX, a la novela y los diarios, se suma otro ente cultural decisivo en la formación de la conciencia nacional o comunidad imaginada: la educación en general (para las masas populares) y la universidad (para la formación de una nueva intelectualidad nacionalista).

En este sentido, Anderson cita a Hobsbawm: “… el progreso de escuelas y universidades mide el progreso del nacionalismo, porque las escuelas, y en especial las universidades, se convierten en sus defensores más conscientes” (Anderson, 1993, pág. 108).

La burguesía es la primera clase social a la que llega la alfabetización de manera generalizada, por ende, gracias a la lengua impresa, es la primera clase “… que alcanza la solidaridad esencialmente con base a la imaginación” (Anderson, 1993, págs. 115-116).

Pero luego, y a medida que se imponía la educación generalizada, “… a medida que aumentaba la alfabetización, se facilitaba el apoyo popular, cuando las masas descubrían una nueva gloria al ver que las lenguas que ellos hablaban humildemente toda la vida alcanzaban las condiciones de impresas” (Anderson, 1993, pág. 119).

Evolución del concepto “nación” a lo largo del siglo XIX

Eric Hobsbawm establece con claridad que, hasta el siglo XVIII, el concepto “nación” hacía referencia a los habitantes de una provincia, reino o país, lo cual no tenía nada que ver con una identidad “étnica” o lingüística. Para demostrarlo, utiliza la evolución de la palabra en de acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española (RAE) de la lengua, que recién en la edición de 1884 agrega a la definición la existencia de “un gobierno común”; y en la de 1925, la cambia a: “conjunto de personas de un mismo origen étnico y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común” (Hobsbawm, 2000, págs. 23-25).

Hobsbawm repite el análisis para los casos del alemán, francés e inglés verificando una evolución semejante al del español para lo que debía entenderse como “nación”. A lo largo del capítulo titulado “La nación como novedad: de la revolución al liberalismo”, llama la atención al hecho de que: la Declaración de Independencia de los Estados Unidos no utiliza el concepto nación, sino el de “nosotros el pueblo”; también afirma que la Revolución Francesa tampoco atendió al “principio de la nacionalidad”; ni siquiera cuando Adam Smith escribió “La riqueza de las naciones” utilizó el concepto en el sentido actual (Hobsbawm, 2000, págs. 23-53).

Para concluir que: “El ‘principio de la nacionalidad’ … que cambió el mapa de Europa en el período que va de 1830 a 1878 era, pues diferente del fenómeno político del nacionalismo que fue haciéndose cada vez más central en la era de la democratización y la política de masas en Europa”. Ni siquiera cuando se unificó a Italia (1848-1870) existía unidad étnico lingüística, ni ese era el objetivo, lo que lleva a Massimo d’Azeglio a decir: “Hemos hecho Italia, ahora tenemos que hacer los italianos”. En el mismo sentido, el polaco Pilsudski dijo: “Es el estado el que hace la nación y no la nación al estado” (Hobsbawm, 2000, pág. 53).

En resumen, el estado nacional moderno, nace como una unidad territorial, poblacional y económica administrada por un gobierno (soberano), que en la práctica es multiétnico y plurinacional. Pero que, por razones de dominación política, posteriormente se promueve el nacionalismo como una ideología que pretende convencer a la ciudadanía de que constituyen una “nación” étnico- cultural que viene del pasado.

De ahí que Leopoldo Mármora recomiende distinguir las dos acepciones del concepto, que suelen causar confusiones: la de “nación-estado”, es decir, una población y un territorio bajo un gobierno común; y la “nación-cultura”, como unidad étnico lingüística (Mármora, 1977).

Del Estado dinástico (absolutista) al Estado nacional

Hemos señalado antes que, según Anderson, la nación y el nacionalismo encuentran sus referentes culturales en la religión y en la forma de Estado precedente, el “reino dinástico”.  Pero los “reinos dinásticos”, ya fueran los medievales basados en el feudalismo, o las nacientes “monarquías absolutistas”, basadas en un capitalismo comercial, que aparecen en Europa a partir del siglo XV y XVI, tenían un carácter completamente diferente a los actuales “Estados nacionales” o “naciones”.

En primer lugar, esos reinos dinásticos no encontraban su legitimidad política en base a nacionalismos, sino en la religión y las iglesias, la cuales dotaban al monarca y sus herederos de un supuesto mandato de origen “divino”. Ellos gobernaban en nombre de Dios y no de la “nación”. La pertenencia del monarca a una etnia determinada, ni la lengua que hablaba, eran el factor determinante por el que actuaba el Estado que representaban. Al respecto Anderson pone como ejemplo el caso de Inglaterra, que ha sido gobernada por dinastías de orígenes diferentes sin que se rompa la unidad estatal: sajones, galeses, normandos, escoceses.

Los reinos, principados y territorios que se sometían al gobierno del reino dinástico se adherían o por conquista o por alianzas matrimoniales. Todos eran súbditos de la Corona, aunque tuvieran orígenes étnicos distintos y hablaran diferentes lenguas. La comunidad estaba dada por la lealtad a la Corona o dinastía reinante. Al sultán de Estambul no le preocupaba si sus súbditos eran serbios, croatas, griegos, árabes, judíos, etc. Les preocupaba la lealtad a su dinastía y sus tributos a la Corona que representaba.

Mal que bien, esos Estados dinásticos “polilíngües” o “políglotas” persistieron hasta la Primera Guerra Mundial, cuyo final implicó la desaparición de los imperios zarista, otomano, austrohúngaro y alemán, así como el debilitamiento de Inglaterra y Francia cuyos imperios coloniales desaparecerían después de la Segunda Guerra Mundial.

El proceso de identificar los regímenes dinásticos con un estado nacional particular se produce durante el siglo XIX. Por ejemplo, dice Anderson, en Rusia el régimen zarista utilizaba como lenguas oficiales el francés y el alemán hasta iniciado el siglo XIX. La “rusificación” de la corona inició en 1832 con Sergei Uvarov, que propuso el uso de ruso como lengua oficial del zarismo. Pero esto generó a su vez el nacimiento de los nacionalismos ucraniano, letón y finés, que empezaron por organizar en torno a sus respectivas lenguas, como una reacción frente al naciente nacionalismo ruso.

Respecto a Inglaterra señala que, hasta 1857, la India fue gobernada por una empresa privada, es a partir de ese año que estado nacional inglés toma la batuta con un enfoque nacionalista que a su vez es imperialista. Anderson señala que esos “nacionalismos oficiales”, surgidos desde el seno de los regímenes dinásticos son: aristocráticos, por su origen social; racistas en su legitimización de la dominación sobre otros pueblos (naciones); e imperialistas, por sus objetivos económicos.

En contraposición a los nacionalismos oficiales se presentan en el siglo XIX los nacionalismos “lingüísticos populares”, que se construyen a partir de la intelectualidad liberal y la naciente burguesía local (o nacional). Estos “nacionalismos populares”, como los denomina Anderson, son los que van a nacer en oposición a los nacionalismos oficiales, y va a ser en torno a ellos que se forjen los Estados modernos que nacerán a lo largo del siglo XIX de la descomposición de los Estados dinásticos. Es sabido que, en el caso español, por ejemplo, los nacionalismos catalán y vasco van a emerger en el siglo XIX.

Esta contradicción va a explotar con la Primera Guerra Mundial en la que van a morir los regímenes dinásticos, como ya se ha dicho, y va a formalizarse en las relaciones internacionales un nuevo sujeto político: la nación-estado, legitimada por la Liga de las Naciones (Anderson, 1993, pág. 161).

¿Qué había sucedido? ¿Qué cambió a lo largo del siglo XIX? El hecho de que, a medida que se consolidaron las solidaridades imaginarias, gracias al capitalismo y su instrumento, la imprenta, junto con algunas de las ideas del gobierno basado en la razón (ilustración), y que las revoluciones sociales (obreras) pusieron en jaque y cuestionaron la viejas legitimidades dinásticas (religiosas), fue naciendo un nuevo tipo de legitimidad política que otorgaban, no los súbditos (que creían en el derecho divino), sino los ciudadanos que exigían derecho al voto y a la representación parlamentaria, para quienes la soberanía nacía del “pueblo”, es decir, de la nación.

Hobsbawm destaca el papel del presidente Woodrow Wilson de Estados Unidos en la desmembración de los estados dinásticos y la división de Europa en veintisiete naciones con posterioridad a la Primera Guerra Mundial (Hobsbawm, 2000, pág. 41).

Nosotros nos atrevemos a afirmar que la política exterior norteamericana, a lo largo del siglo XX, promovió, por conveniencia a sus intereses capitalistas, la desaparición de los estados dinásticos multinacionales, la desaparición del mundo colonial y el surgimiento de naciones estado por todo el mundo. Los “Catorce Puntos de Wilson”, formulados en 1918, sobre la base de los cuales se funda la Liga de Naciones; así como “La Carta del Atlántico” de Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill, firmada en 1941, que se recogería en la fundación de las Naciones Unidas, son claros respecto a la idea de un mundo basado en naciones estado, “soberanas” en apariencia.

Las independencias americanas y las naciones

En el capítulo IV, Benedict Anderson se refiere al proceso de surgimiento de las naciones independientes de América, incluyendo las colonias inglesas de Norteamérica, así como las hispanoamericanas. Aceptando que son los nuevos Estados independientes los “pioneros” en la creación de naciones, establece que hay una excepción respecto al proceso europeo. En América la lengua no fue el factor central para la construcción de una identidad nacional, puesto que las lenguas oficiales de las nuevas naciones siguieron siendo las de las metrópolis coloniales: inglés y español.

Los elementos en torno al que surgirán las naciones americanas tienen que ver con: el liberalismo económico y el republicanismo político. Su actor central no fue una revolución surgida desde abajo, sino la burguesía criolla.  Los contornos geográficos de los estados nuevos fueron definidos siguiendo la estructura administrativa colonial que les precedió (uti possidetis iuris).

Tomás Pérez Vejo señala que la historia oficial hispanoamericana comete un anacronismo al decir que las guerras de independencia de América fueron contra la “nación española”, que no existía por entonces, por parte de otras “naciones”, que tampoco existían. La independencia fue un proceso de guerras civiles, que terminó por imponer la forma republicana de gobierno contra lo que él llama “Monarquía católica”, es decir, el estado dinástico borbón, representado por Fernando VII. Por ello critica a las historias oficiales que pintan la independencia como si fueran movimientos de liberación nacional (Pérez Vejo, 2019).

En el mismo sentido hemos sostenido que el proceso de independencia hispanoamericano fue “más un conflicto de clases que de identidades nacionales”, provocado por la crisis de la monarquía ante la invasión napoleónica de España y el vacío político que dejó. En el primer momento los criollos no pretenden una independencia política frente a la Monarquía católica (Beluche, 2021) .

De 1808 a 1810, lo que se llamó “guerra de independencia”, tanto en la península Ibérica como en América, lo fue contra la ocupación francesa. De 1810 en adelante creció el reclamo por el establecimiento de Juntas Gubernativas en las ciudades americanas con la participación de los criollos. La negativa del sector monárquico recalcitrante a aceptar las juntas y compartir el poder desencadena las guerras civiles, que derivan hacia la ruptura y las proclamas independentistas a partir de 1811 (Caracas, Bogotá, Cartagena), 1816 (Provincias Unidas del Río de La Plata), 1821 (Perú, México y Centroamérica), 1825 (Bolivia).

De las guerras civiles nacieron nuevos Estados a los que les costó décadas estabilizar sus regímenes políticos republicanos, ya que a la independencia les sucedieron casi cincuenta años de guerras civiles que eran una continuidad del mismo conflicto entre conservadores y liberales. No es hasta la segunda mitad del siglo XIX cuando los contornos políticos de los estados se van consolidando en su relación con el mercado mundial, cuando una burguesía exportadora de algún producto estructura el Estado en torno a ella. Allí es cuando inicia el proceso de creación de las identidades nacionales autóctonas y la creación de los mitos históricos (Beluche, 2021, pág. 147).

Los “nacionalismos coloniales” de Asia y África

Es interesante que las naciones surgidas de la colonización europea, en África y Asia, mantuvieron dos elementos de los “estados coloniales” que les precedieron: entre las lenguas oficiales de los nuevos estados prevalecieron las lenguas impuestas por los colonizadores (inglés, francés, portugués, etc.); y, en segundo lugar, la delimitación geográfica de esos estados nacidos del colonialismo mantuvo las líneas de demarcación administrativas definidas por los colonizadores.

En las décadas de colonización europea de África y Asia se crearon estados coloniales que no atendían para nada a las comunidades étnicas y su geografía política fue definida por los intereses comerciales de los capitalistas europeos. Miles de lenguas originarias que hablaban los pueblos colonizados no desaparecieron, pero no fueron tomadas en cuenta por los colonizadores, lo cuales construyeron sistemas educativos para las élites locales basados en lenguas y modelos europeos, inclusive muchos pudieron viajar a las universidades del viejo continente a formarse académicamente.

De manera que, de las entrañas de los estados coloniales, pudo surgir una élite intelectual formada a la manera europea y que asimiló los elementos culturales, entre ellos el nacionalismo imperial, así como las nuevas formas políticas y legitimidades, de las metrópolis en las que se formaron. Un ejemplo de ello fue Ho Chi Min, gran líder de la lucha por la liberación nacional de Vietnam, y fundador del Partido Comunista vietnamita, que estudió en París.

Al respecto dice Benedict Anderson: “Nada indica que el nacionalismo ghanés sea menos real que el indonesio simplemente porque su lengua nacional sea el inglés antes que el Ashanti. Siempre es erróneo tratar las lenguas como las tratan ciertos ideólogos nacionalistas: como emblemas de la nacionalidad, como las banderas, las costumbres, las danzas folklóricas y demás. Lo más importante de la lengua es, con mucho, su capacidad para generar comunidades imaginadas, forjando en efecto solidaridades particulares. Después de todo, las lenguas imperiales siguen siendo vernáculas… La lengua impresa es lo que inventa el nacionalismo, no una lengua particular por sí misma” (Anderson, 1993, págs. 189-190).

Para Anderson, los nacionalismos coloniales pudieron asimilar las experiencias de los nacionalismos que les precedieron: a. Los sistemas educativos, civiles y militares inspirados por el nacionalismo oficial; b. Elecciones, partidismo y eventos culturales surgidos del nacionalismo popular europeo; c. La idea de la república de ciudadanos que fundó los Estados nacionales de América (Anderson, 1993, pág. 191).

Tres instrumentos que sirvieron a la dominación colonial, pero también para construir las nuevas comunidades imaginadas del estado colonial, fueron: el censo, el mapa y el museo.

El censo porque inventa criterios de raza que no existían, por los cuales se desconocen las comunidades étnicas reales para imponer criterios genéricos por parte de los colonizadores. Es un proceso parecido al que hicieron los españoles al llamar “indios” a los habitantes originarios, desconociendo sus reales identidades y meterlos en una misma clasificación humana genérica. Lo mismo pasó al clasificar ciertas poblaciones como: chinos, árabes o hindúes.

El mapa, convertido en “logotipo”, masificado y distribuido en escuelas y postales turísticas, sirvió para que la gente se identificara con un territorio que antes no existía en la imaginación de los habitantes de una región, incluso cuando los nuevos límites dividían a los pueblos originarios.

El museo es otra herencia del estado colonial que le permite a las generaciones del siglo XX redescubrir un pasado, especialmente si incluye monumentos de civilizaciones precedentes, con el cual inclusive se pudo haber perdido todo nexo de memoria, pero que va a servir como símbolos de esa nación imaginada que míticamente se hunde en un pasado remoto. “Entrelazados entre sí, entonces, el censo, el mapa y el museo iluminan el estilo de pensamiento en el Estado colonial tardío, acerca de su propio dominio” (Anderson, 1993, pág. 257).

El papel de las historias oficiales como “biografías de la nación”

No es casualidad que haya una sincronía temporal entre el nacimiento de los estados nacionales, el nacionalismo y los modernos enfoques de la historia como una labor que escudriña el pasado para dar base en las tradiciones al nacionalismo. Anderson que los grandes historiadores de la modernidad nacen en la misma generación, en el cuarto de siglo a partir de la Revolución Francesa: Ranke (1795), Michelet (1789), Tocqueville (1805), Marx y Burckhardt (1818).

Las primeras cátedras de historia se fundan en 1810 en la Universidad de Berlín y en 1812 en la Sorbona. En América el “nacionalismo no lingüístico nació a partir de la década de 1830. La intelectualidad y la burguesía, que empiezan a tomar conciencia de sí, “redescubren” en el estudio del pasado, el lenguaje, el folklor y la música, algo que se figuran que habían sido (Anderson, 1993, pág. 272).

La labor de las nuevas historias nacionales no fue inocente, ni meros “registros”, sino que era una historia “tramada en formas particulares”, “… aquellos a quienes estaba exhumando no formaban de ninguna manera, una reunión al azar de muertos olvidados y anónimos. Eran aquellos cuyos sacrificios, a lo largo de la historia, hicieron posible la ruptura de 1789 y la aparición de la tímida nación francesa”, hablando de Michelet (Anderson, 1993, pág. 275).

Cita a Michelet cuando dice, respecto a los muertos que exhuma: “Nunca en mi carrera he perdido de vista ese deber del historiador. He dado a muchos muertos demasiado olvidados la ayuda que yo mismo necesitaré. Los he exhumado para una segunda vida (…) Hoy viven con nosotros, que nos sentimos sus padres, sus amigos. Así se forma una familia, una ciudad común entre los vivos y los muertos… Necesitan un Edipo que les explique su propio enigma cuyo sentido no captaron, que les enseñe lo que querían decir sus palabras, sus actos, que ellos no han comprendido” (Anderson, 1993, pág. 275).

A partir de aquí, Anderson vuelve a reflexionar sobre la afamada cita de Ernest Renán: “Ahora bien, la esencia de una nación está en que todos los individuos tengan muchas cosas en común y también que todos hayan olvidado muchas cosas: todo ciudadano francés debe haber olvidado la noche de San Bartolomé, las matanzas del Mediodía del siglo XIII” (Anderson, 1993, pág. 277).

Anderson reflexiona sobre ese acto de “olvido”. La matanza de San Bartolomé fue un asesinato masivo de hugonotes en el año de 1572 ordenado por el rey Carlos IX; la “masacre del Mediodía”, fue el exterminio de los albigenses en el sur de Francia. La paradoja, dice Anderson, es que el “olvido” que sugiere Renán, no es tal, sino que es en realidad un “recuerdo/olvido”, por el cual se hermana a víctimas y asesinos para hacer del hecho un acto épico en el forjamiento de la nación.

“Tener que ‘haber olvidado ya’ unas tragedias que nos tienen que ‘recordar’ incesantemente es un recurso característico en la construcción ulterior de las genealogías nacionales (…). Una vasta industria pedagógica funciona sin cesar para que jóvenes norteamericanos recuerden/olviden las hostilidades de 1861-1865 como una guerra ‘civil’ entre ‘hermanos’ y no -como brevemente fueron- entre dos naciones Estados” (Anderson, 1993, pág. 279).

Benedict Anderson, en la parte final de su libro, reflexiona sobre el otro enfoque metodológico de la historia, que no es el método positivista volcado al rescate de héroes, muertos y tragedias, sino la moderna historia económica al estilo de la Escuela de los Anales que, en apariencia está centrada en datos demográfico y económicos impersonales. Pero resulta que en este enfoque también la Historia opera como “biografía de la nación”.

Cita a Fernand Braudel cuando dice: “Los hechos -…- son efímeros; pasan por el escenario de la historia como chispazos momentáneos; no bien han aparecido, vuelven a la oscuridad y con frecuencia al olvido”. Después de la cita, agrega Anderson: “Para Braudel, las muertes que importan son esas miríadas de acontecimientos anónimos que, acumulados y dispuestos en tasas seculares de mortalidad, le permiten seguir las condiciones de vida (en lento cambio) de millones de seres humanos anónimos, a quienes lo último que se les pregunta es su nacionalidad”.

Y concluye: “Sin embargo, para los cementerios de Braudel, que se acumulan implacablemente, la biografía de la nación destaca (en contra de la presente tasa de mortalidad) suicidios ejemplares, martirios conmovedores, asesinatos, ejecuciones, guerras y holocaustos. Mas, para servir al propósito de la narrativa, estas muertes violentas deben ser olvidadas/recordadas como “nuestras” (Anderson, 1993, pág. 286).

El caso panameño: la ideología de la nación bajo un designio geográfico

En el caso de Panamá, el estado nacional propiamente “panameño” surgió con posterioridad a 1903, no como producto de una lucha contra la opresión extranjera, sino todo lo contrario, como producto de una intervención imperialista de Estados Unidos para imponer la construcción del canal interoceánico bajo su absoluto control militar. Este “trauma” de origen, como la llamaría Hernán Porras (Porras, 1993), ha sido causa de múltiples problemas en la construcción de la argumentación lógico argumental del “nacionalismo” del nuevo estado.

Hubo una “crisis de identidad” nacional de inicios de siglo XX, cuando la clase dominante encontraba una masa popular que “recordaba” su recientemente perdida “identidad colombiana” y una masa de trabajadores del canal de orígenes anglo y franco parlante provenientes de las Antillas. Esta situación motivó las preocupaciones de la intelectualidad del recién fundado estado panameño por construir esa identidad a partir de los años de 1920. La estrategia de construcción del nacionalismo “romántico” panameño recurrió a todos los frentes: la literatura, la historia, la filosofía, el folklorismo, etc. (Pulido Ritter, 2007).

El primer obstáculo en el “imaginario” de la nación panameña estaba en más de cien años de historia común con Colombia. Había que enfatizar lo que “nos hace distintos” y contradictorios a la identidad nacional colombiana. Lo cual obligaba a revisar la historia colombiana del Istmo de Panamá para “encontrar” o “inventar” lo diferente, pues la intelectualidad istmeña hasta el siglo XIX no se diferenciaba de la colombiana, incluido el propio Justo Arosemena, al cual Ricaurte Soler elevó a la calidad de “padre” de la nación panameña, post mortem.

Carlos M. Gasteazoro, fundador del departamento de historia de la Universidad de Panamá, siguiendo los criterios ya citados de Michelet para el caso francés, propone a nuestros historiadores esa labor de reescribir la historia del Istmo (Gasteazoro, 1971).

La literatura jugó un papel central en la construcción del imaginario nacional panameño y de su mito fundacional principal: el conquistador Vasco Núñez de Balboa, al “descubrir” el Mar del Sur atravesando el Istmo de Panamá definió la “vocación” de sus habitantes, su “destino manifiesto”, al servicio del comercio mundial. Jugando la función que describe Anderson de la novela en la formación de los nacionalismos modernos, “Núñez de Balboa. El tesoro del Dabaibe” (1934), de Octavio Méndez Pereira ayuda a construir ese imaginario nacional de manera más eficaz que la historia.

Ariadna García Rodríguez desnuda la manera en que hábilmente Méndez Pereira, a partir de tertulias de los intelectuales panameños en el Café Coca Cola en la década de 1920, construye la trama de su novela para que se convierta en la Biblia de la nacionalidad: fusionando territorio, istmo, mar, con el amor entre la “raza” hispana y la “raza” indígena, representada por el “amor” entre Balboa y Anayansi, de cuyo mestizaje supuestamente surge la “nación panameña” con una misión histórica volcada al transitismo (García Rodríguez, 2001).

Le tocó al magisterio panameño, formado cual ejército disciplinado y bien “armado”, a partir de su cuartel en la Normal de Santiago, construida en los años de 1930, dispersarse por el territorio para difundir el mito fundacional del país, borrar todo vestigio de “colombianidad” y promover la ideología del “promundi beneficio” muy conveniente a la clase capitalista comercial que ha controlado el país.

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