Por George Novack
El movimiento hacia la derecha, alejándose del régimen parlamentario, puede asumir diversas formas. Tales restituciones reaccionarias comprenden desde el Bonapartismo al fascismo, pasando por las dictaduras militares sin tapujos. El fascismo es el sistema más terrorífico de dominación capital-monopolista.
Cuál de estos métodos de dominación pudiera plantearse, depende de las circunstancias dadas en el desarrollo de la lucha de clases y de la distribución específica del poder entre las fuerzas contendientes. El gobierno parlamentario, con sus garantías constitucionales, mayorías democráticamente elegidas, facciones en disputa y campañas periódicas de los partidos, llega a ser un riesgo para el gran capital cuando las clases medias están radicalizadas, los obreros toman la ofensiva y el país parece escaparse a su control.
En el momento de volverse contra un parlamentarismo caduco, la alta burguesía busca retroceder al poder más libre de preocupaciones y desembarazado que disfrutaba cuando el parlamento era joven. Ya hemos dicho que, en realidad, el Parlamento no apareció, como muchos creen, para proporcionar una representación nacional adecuada a las masas, sino fundamentalmente para regular los asuntos de las clases poseedoras y dictar sentencia en las exigencias de los distintos elementos del orden gobernante. En Inglaterra fue originariamente monopolizado por la aristocracia hacendada. James Mill, escribiendo en la Westminster Review en 1834, estimaba que la Cámara de los Comunes era escogida en la realidad por apenas doscientas familias.
La puesta en práctica de su función primordial de servir a los ricos encontró crecientes dificultades conforme el derecho al voto se ampliaba y concedía a las capas bajas mayor representación e influencia en las asambleas nacionales, en los siglos XIX y XX. De una institución que arbitraba las divergencias en el seno de los círculos dominantes, el parlamento tendió a transformarse en una arena donde conciliar a las clases bajas.
La contradicción entre estas dos funciones del parlamento se fue haciendo más aguda a medida que el sufragio universal y el crecimiento del movimiento de los trabajadores ponía un número cada vez mayor de diputados de los partidos obreros en los asientos parlamentarios. El gran capital tenía multitud de medios a su disposición para domesticar y frenar a los representantes políticos de los trabajadores: la adulación, el chantaje, puestos y rentas lucrativos, la absorción en las capas altas, etc.
Hablando de su larga experiencia personal en la política inglesa, el ya citado Aneurin Bevan describió en su libro En lugar del miedo cómo «la atmósfera del Parlamento, su ordenación física, su forma de proceder, su semieclesiástico ritual» están calculados para intimidar a los susceptibles Miembros del Parlamento Laboristas y ponerlos de rodillas en postración ante el pasado y la institución del aparato del estado. “La forma de proceder del Parlamento no omite nada que pudiera suavizar la acritud de sus sentimientos de clase”, puntualizaba.
“En un sentido, la Cámara de los Comunes es la menos representativa de las asambleas representativas. Es una auténtica conspiración elaborada para evitar que el verdadero conflicto de opinión que existe fuera, encuentre un eco adecuado en el interior de sus muros. Es un amortiguador de choques sociales colocado entre los privilegios y la presión del descontento popular”.
Cualquier descontrolado que amenazara con ir demasiado lejos, fuera de los límites establecidos, o defendiera de forma demasiado militante el bienestar de los trabajadores, era susceptible de ser tachado de rojo, ser víctima de una cacería de brujas e incluso ser acusado de traición.
Sin embargo, cuando las tensiones sociales se agudizan hasta el punto de ruptura, el parlamento es cada vez menos capaz tanto de asentar las disputas en la cumbre como de servir de amortiguador entre el poder de la riqueza y el enojo de las masas. El desacuerdo general con su actuación hunde al parlamentarismo burgués y sus partidos en un período de aguda crisis. A partir de ahí, las resueltas fuerzas reaccionarias de la clase dominante conspiran para resolverla a su favor acabando con el parlamento y acudiendo a un método de dominación más “exclusivo”.
Los adinerados son empujados en una dirección antiparlamentaria incluso por otro poderoso factor. Bajo la dominación del capital monopolista, los centros reales de decisión económica y política se alejan de las cámaras y los pasillos del parlamento. Los ejecutivos de las corporaciones, bancos, compañías de seguros e inmensos grupos financieros, negocian cara a cara con los más altos oficiales del gobierno y los más altos jefes militares sobre los asuntos de importancia vital para ellos en cuestiones internas e internacionales. Consultas privadas de este tipo se mantienen continuamente en clubs, restaurantes, residencias y lugares de recreo. Las camarillas transmiten los deseos y consejos de los ricos y los poderosos a sus complacientes servidores políticos.
Tales presiones de tipo informal han adquirido una importancia incomparablemente mayor conforme complejas corporaciones se han hecho con la dirección de la economía nacional y la intervención gubernamental en la vida económica se ha incrementado hasta proporciones gigantescas. En la carrera competitiva, ha llegado a ser una cuestión de supervivencia el que esas gigantescas corporaciones sepan lo que la administración intenta hacer y se aseguren de que sus decisiones ayudan y no hacen daño a sus intereses corporativos. Miles de millones de dólares pueden estar en juego en la redacción de una ley de impuestos, una cláusula del presupuesto militar o un cambio fiscal.
Conforme el mecanismo parlamentario se va haciendo menos digno de confianza, los grandes monopolios tratan de encontrar algún otro instrumento político que pueda guardar sus intereses materiales mejor que un sistema parlamentario averiado. La pregunta entonces se plantea ante todo esto: ¿Qué tipo de régimen puede hacerlo?
Bonapartismo
El primer paso para alejarse de un parlamentarismo decrépito es el bonapartismo. Tal es una dictadura burocrático-militar nacida de una confrontación de fuerzas de clases abiertamente antagónicas profundizada pero incompletamente resuelta.
A diferencia del orden parlamentario que se basa en una mayoría (presumiblemente) elegida de forma democrática y su representación de partido, el principal apoyo de un régimen de tipo bonapartista se encuentra en la policía, el ejército y el aparato administrativo.
El bonapartismo lleva a un límite extremo la concentración de poderes en la dirección del estado, algo ya discernible en las democracias imperialistas contemporáneas. Todas las decisiones políticas importantes están centralizadas en un único individuo dotado de extraordinarios poderes de emergencia. Habla y actúa no como servidor del parlamento, como el premier, sino en su propio derecho, como el «hombre del destino» que ha sido llamado a rescatar a la nación en su hora de peligro mortal.
Aunque el «hombre a caballo» usurpe la autoridad por la fuerza extraparlamentaria o bajo una cobertura legal, la ejerce por decreto. Su régimen no necesita desmantelar o descartar completamente las instituciones o partidos parlamentarios en seguida; lo que hace es volverlos impotentes. A lo mejor, les permite sobrevivir garantizando que jueguen meramente papeles supernumerarios y decorativos. Ya se limiten a dar el visto bueno o a resistir los mandatos que vienen desde arriba, éstos prevalecen como ley del territorio. El dictador puede pagar un hipócrita tributo a la tradición del consenso popular por medio de plebiscitos ocasionales en los que el pueblo es preguntado para ratificar alguna propuesta del gobierno. Pero esta consulta puramente formal normalmente va acompañada de una atmósfera de intimidación, en la que los propagandistas de la camarilla dominante predicen las más horribles consecuencias a menos que la proposición sea confirmada.
El régimen bonapartista hace gran gala de su total independencia respecto de intereses especiales. Su cabeza proclama invariablemente estar por encima de las facciones alborotadoras de partidos que han llevado el desorden a la nación y la han conducido al borde de la ruina, de la que él, providencialmente, la ha librado a tiempo. Se exhibe como el custodio ungido de los valores eternos, el verdadero espíritu del pueblo que ha sido sacrificado por camarillas en disputa que sólo buscaban su propio beneficio, o amenazado por manipuladores extranjeros y subversivos.
En realidad, el «hombre de hierro», para lo que ha sido mandado es para defender los intereses sociales de los magnates del capital, apagando los conflictos de clase que crearon la posibilidad de existencia de su despotismo. Puede cobrar a los propietarios un alto precio por llevar a cabo tales saludables servicios. Pide para su camarilla y la cohorte de seguidores un porcentaje de los emolumentos de servicio mayor de lo que podría pedir un agente subordinado más dócil. Aunque la alta burguesía pudiera apretar los dientes por el alto costo del experimento bonapartista, prefiere pagar, no vaya a ser peor lo que venga.
Pese a su exhibición de fuerza, el bonapartismo se halla agrietado desde su nacimiento por serias debilidades. La dictadura personal extraparlamentaria descansa sobre una estrecha base social. No necesita que las clases medias agrarias ni urbanas la apoyen cálidamente, ni que nadie la reciba bien, como no sean los obreros más atrasados. Su vitalidad se deriva no de ninguna fidelidad entusiasta de la población, sino de los organismos fundamentales de coerción del estado, el aparato militar, la policía y la burocracia. Ya que toma el poder como instrumento de una única fracción de las clases poseedoras y no de los capitalistas en su conjunto, el régimen es susceptible de tijeretazos y socavamientos de otros competidores por ocupar el primer lugar. Habiendo subido a los puestos más altos a base de neutralizar las fuerzas mutuamente antagónicas del proletariado y los explotadores, el bonapartismo puede empezar a derrumbarse en cuanto estos campos irreconciliables superan su parálisis y vuelven otra vez a enzarzarse el uno con el otro.
Los regímenes de tipo bonapartista tienen un gran linaje histórico en el mundo occidental. Su aparición embrionaria puede situarse en el pasado, en las tiranías de las ciudades-estado comerciales de la antigua Grecia. Los tiranos sacaron ventaja de la perturbación de los conflictos de clase para combatir a los reyes, nobles y plutócratas, colocarse ellos a la cabeza de los comuneros y hacerse con el estado. Los regímenes de estos autócratas hechos por su propio esfuerzo, que a menudo eran héroes del populacho, ya vimos que eran progresistas a muchos niveles.
Estos prototipos tuvieron un rasgo que han compartido todos los bonapartismos posteriores. No tenían legitimidad tradicional ni constitucional. Los tiranos tomaron el poder por la fuerza y lo mantuvieron en virtud de disponer de una fortaleza superior que las de los otros que lo reclamaban. Esta forma de soberanía constituyó una formación intermedia y transitoria en la evolución política de las ciudades-estado griegas. Las tiranías arrebataron el dominio a las aristocracias y pavimentaron el camino a la revolución democrática de las clases medias, que lo que hizo en muchos casos fue desembarazarse de la propia tiranía.
El cesarismo fue el precursor romano del bonapartismo. Julio César, un hombre de cuna patricia aliado al partido popular, usó sus legiones para derribar al Senado Romano, destruir la república y establecer su dictadura. Este general conquistador se convirtió en el único amo del estado en una sociedad esclavista asolada por aparentemente interminables conflictos entre los patricios y plebeyos y rivalidades a muerte en el seno de los que contendían por la supremacía. Él puso punto final a las guerras intestinas e inauguró el largo reinado del imperio suprimiendo estas conmociones sociales y políticas.
Desde la Revolución Francesa, dicho país ha sido el hogar clásico del bonapartismo burgués. El «hombre a caballo» entra en la escena, escribe Trotsky, «en aquellos momentos de la historia en que la aguda lucha de los dos campos eleva al poder del estado, pudiéramos decir, por encima de la nación, y garantiza, al menos en apariencia, una completa independencia respecto de las clases en realidad sólo la libertad necesaria para defender a los privilegiados».
La dictadura de Napoleón I cumplía estos requisitos. El pequeño corso concentró el poder supremo en sus manos derrocando al Directorio con el golpe de estado del 18 Brumario (9 de noviembre) de 1799, durante la recesión de la Revolución Francesa. Como primer cónsul y emperador, declaraba la guerra y dirigía los asuntos del estado con mano firme y en su propio nombre y para mayor gloria de la burguesía francesa.
La leyenda de sus triunfos ayudó a su sobrino, infinitamente menos dotado, a llegar a presidente y luego a emperador una vez que la burguesía hubo aplastado a las masas insurgentes en la revolución de 1848. Napoleón el Pequeño maniobró con los representantes de los lealistas, los republicanos burgueses y la pequeña burguesía democrática enfrentados entre sí, y derrocó la república constitucional con ayuda del ejército, la policía y el aparato del estado y el apoyo de la reaccionaria población rural. La burguesía industrial, en particular, saludó el golpe del 2 de diciembre de 1851, que disolvió la Asamblea Nacional Legislativa y selló el monopolio del poder ejecutivo de Napoleón. El segundo Bonaparte arrebató el poder político a la burguesía sólo para protegerla contra las masas. Bajo el Segundo Imperio, sus asuntos económicos prosperaron óptimamente hasta que el pesado edificio se derrumbó en 1870 como resultado de la derrota en la Guerra Franco-Prusiana.
El papel del régimen bonapartista en la época del imperialismo y de la decadencia del capitalismo no es diferente del jugado en el período de su ascenso. Interviene para descabezar un estado potencial de guerra civil en una nación dividida, refiriendo todas las cuestiones en disputa a un supremo árbitro investido de exorbitantes poderes. El amo del destino trata de usar su autoridad para reducir las tensiones sociales y estabilizar las relaciones de clase en beneficio de los propietarios amenazados.
La longevidad del gobierno bonapartista depende del grado de éxito alcanzado por estos esfuerzos. Sea de breve o de prolongada duración, el bonapartismo contemporáneo, como régimen de crisis, tiene por fuerza un carácter transitorio. Esto fue plenamente puesto de manifiesto en la evolución política de Alemania entre la desintegración de la República de Weimar y el triunfo de Hitler. Los gobiernos intermedios bonapartistas de Brüning, Von Papen y Schleicher duraron poco y cayeron rápidamente.
El talón de Aquiles del bonapartismo reside en su falta de una amplia base de masas. Puesto que no representa una fuerza social decisiva, se mantiene en un equilibrio precario y es altamente vulnerable a los choques de los contratiempos internos o exteriores. Sólo da solución a medias a la crisis del orden burgués porque no lleva hasta su final la guerra civil del gran capital contra los trabajadores ni la demolición de la democracia. Puede venirse abajo cuando los antagonismos de clase que anula temporal, pero no totalmente, vuelven de nuevo a resplandecer.
Después de la Segunda Guerra Mundial, una versión de gobierno emparentada con el bonapartismo ha aparecido en algunos países europeos en la forma de «el estado fuerte». El terrible descrédito del fascismo, el prolongado boom económico y la precaución de los trabajadores hizo virtualmente imposible al gran capital volver a sacar a escena a las fuerzas del fascismo. Enfrentados a graves convulsiones civiles, el neocapitalismo ha llegado a la solución política alternativa del «gobierno fuerte» que eleva el poder ejecutivo por encima del parlamento. No ha dudado en derogar las libertades constitucionales de sus ciudadanos y disolver las instituciones parlamentarias con objeto de imponer sobre la nación un poder de tipo excepcional.
El Gaullismo, que desplazó a la Cuarta República en 1958, ha sido un caso característico de este tipo de desarrollo. La solución política de la Quinta República fue improvisada por el capital francés para encontrar salida a la crisis causada por la guerra de Argelia y el peligro de un golpe militar de la extrema derecha. El poder del general De Gaulle desbordó al parlamento, que rindió la mayoría de los suyos. Gobernó fundamentalmente por medio del decreto durante once años, hasta que fue enviado al retiro como consecuencia indirecta del extraordinario levantamiento de la huelga general de mayo-junio de 1968. Pase lo que pase con el sustituto del Gaullismo, Pompidou, la democracia parlamentaria en ese país no ha sido sino una sombra de su pasado desde principios de los años treinta de este siglo.
Dictadura militar
Un gobierno bonapartista puede contener elementos típicos de un despotismo militar y ser difícilmente diferenciable de él a muchos niveles. Como demuestra el ejemplo del general De Gaulle, el prestigio de una carrera de armas y el poder del mando militar pueden ser una buena ayuda para cualquier aspirante al bonapartismo. Pero no es indispensable. Un régimen bonapartista puede tener a su frente a un civil, de la misma forma que una república democrática puede elegir a un general como Eisenhower para presidente. Napoleón el Pequeño no tenía victorias militares de las que hacer ostentación, aunque no hubiera podido usurpar el poder sin el ejército. En Alemania, Brüning y Von Papen eran súbditos civiles, en tanto que Schleicher, aunque era un general, no subió al poder por un golpe de estado.
Un ejército permanente, y especialmente su casta de oficiales, ha sido un peligro constante para cualquier tipo de democracia a lo largo de las épocas. Cuantos más privilegios tiene, cuanto más separado está su personal respecto del pueblo, cuanto más íntimamente ligado está a la clase dominante, más amenazadores.
Los militares son adoctrinados con la idea de que la defensa de la patria y la seguridad de la nación dependen en última instancia de ellos. Las fuerzas armadas son puestas en alerta y movilizadas ante cualquier emergencia extranjera o interior. De esta forma, sus mandos son fácilmente persuadidos de que deberían convertirse en gobernantes por su propio derecho. Esta convicción se hace casi irresistible siempre que sienten que los políticos civiles están liando las cosas y los trabajadores pueden amenazar con levantarse.
En esa coyuntura, sea por su propia iniciativa o estimulados por una u otra fracción del gran capital y de los propietarios hacendados, los generales, coroneles e incluso más bajos oficiales pueden conspirar para poner sus fuerzas en movimiento, quitar de sus puestos a los ministros y presidentes civiles y hacerse cargo del gobierno.
El éxito de su golpe depende en gran medida de qué tipo de reacción encuentre por parte de los trabajadores y de sus dirigentes. Ellos son la única fuerza suficientemente potente, y en lo estratégico suficientemente bien situada, como para frustrar sus planes. Así, los obreros alemanes bloquearon el putsch del general Kapp en 1919 por medio de una huelga general. Si falla tal respuesta vigorosa de las masas obreras, la balanza de probabilidades favorece a los militaristas. Los dirigentes parlamentarios reformistas, por lo general, ofrecen poca, si no ninguna, resistencia de por sí ya que tienen miedo a llamar a las masas a que actúen o se armen por sí mismas para luchar directamente en defensa de la democracia.
Latinoamérica es el continente clásico de los pronunciamientos militares. Sólo durante la década de 1960 a 1970, nueve países incluyendo los dos mayores, Brasil y Argentina, cayeron bajo una dominación directamente militar. En 1969, Bolivia tuvo su golpe número 185 en 144 años de independencia, cuando el general Ovando depuso y exilió al presidente Siles; tuvo otros dos al año siguiente. La inestabilidad de los gobiernos constitucionales y la necesidad de la constante intervención de los «gorilas» militares en ese continente puede ser atribuida a la situación de una burguesía débil, atrasada y dividida en el marco de una economía pobremente desarrollada, atrapada entre la dominación del capital extranjero y la miseria sin esperanza de trabajadores y campesinos, sin la amortiguación de una clase media considerable que atenuara los antagonismos de clase.
Incluso donde no ha espoleado directamente a los militaristas, el capital financiero se acomoda prestamente a una dictadura del ejército, que es, después de todo, el último pilar de su dominación, incluso bajo una democracia parlamentaria. Sin embargo, por encima de la demagogia social de sus propagandistas, el estado militarista basado en la coerción desnuda es tan ampliamente impopular y tan palpablemente reaccionario que su servicio a la clase dominante es necesariamente limitado y temporal. Un caso contemporáneo de esto es el gobierno de los coroneles en Grecia que en 1967 derrocó al parlamento y más tarde forzó a irse al rey. Ésta dictadura de mediocridades y torturadores es tan odiada y se halla tan aislada en la nación y en el mundo que tiene más de riesgo que de ventajas, para los capitalistas griegos y sus patronos de la OTAN en Washington.
Reconociendo las limitaciones de la dominación militarista, la burguesía trata a menudo de dar cierta cobertura civil al gobierno o de convencer a los generales de que convoquen elecciones y vuelvan a formas constitucionales. Si éstos rehúsan y aguantan hasta el final, la caída de una dictadura militar puede ser un período de apuros para la clase dominante, puesto que replantea el problema del poder y ofrece a los trabajadores y a su dirección otra oportunidad para avanzar y dirigir el destino de la nación.
Fascismo
Los regímenes bonapartistas y militares tienen una carencia fundamental desde el punto de vista de sojuzgar la lucha de clases en un país dado. Las dictaduras militares pueden ser tan feroces como las fascistas, como lo demuestra la matanza por el régimen de Suharto en Indonesia de 500.000 comunistas y oposicionistas. Pero no necesariamente llevan la supresión de todas las fuerzas de oposición hasta sus últimas consecuencias. Pueden dejar sin destruir algunas organizaciones de partidos, cuerpos parlamentarios y libertades constitucionales que pertenecen a la democracia burguesa, así como sindicatos y otras organizaciones que son los sitios donde se incuba la democracia proletaria. Estas pueden posteriormente servir de plataforma de lanzamiento en el revivir de las acciones de masas y en la recuperación del movimiento obrero.
A diferencia de otras formas de dominación antidemocrática que representan diferentes grados de reacción burguesa, el fascismo dirige una contrarrevolución política. Extirpa por completo todas las instituciones, tanto de la democracia burguesa como proletaria y a todas las fuerzas independientes. Ata de pies y manos a las masas, las amordaza, atemoriza a la clase obrera e impone a la nación una camisa de fuerza totalitaria.
Si el parlamentarismo es el producto político más característico del ascenso del capitalismo, el fascismo es el fruto específico de la descomposición de la sociedad burguesa en su fase monopolista. Esto mismo está indicado por su nombre genérico, derivado de la dictadura de Mussolini, que tomó el poder en Italia en 1922 y duró hasta julio de 1943. Su régimen de camisa negra fue el modelo que luego perfeccionó el Nacional-Socialismo de Hitler. Una formación fascista es engendrada por un estado de crisis social intolerable, en el marco de un capitalismo avanzado, que sacude a todas las clases y amenaza las normas usuales de dominación burguesa. Las relaciones de tal movimiento con el gran capital son ambiguas y complejas, y han llevado a menudo a conclusiones unilaterales e incorrectas.
Cuando el fascismo entró en la arena política y proclamó su voluntad de poder en Italia y Alemania, no fue bien recibido ni apoyado por todos los sectores de la clase capitalista. En realidad, los capitalistas preferirían por lo general, a ser posible, mantener la apariencia de un régimen más representativo y menos represivo. El fascismo es para ellos un último recurso para casos desesperados.
Inicialmente los movimientos fascistas fueron ampliamente subvencionados por los magnates de la industria privada del hierro, el acero y las minas, en tanto que los fabricantes de bienes de consumo de la industria ligera mantuvieron inclinaciones y filiaciones más liberales. Tales diferencias de perspectiva política tenían raíces económicas. Las empresas dedicadas a la industria pesada tienen una inversión mucho mayor en capital fijo (fábricas, maquinarias, locales, etc.) y, en consecuencia, gastos de mantenimiento mucho mayores que las que producen para el mercado de consumo. Sus operaciones están igualmente sujetas a fluctuaciones mucho más amplias. En los períodos de depresión, estos industriales tienen que reducir costos por medio de despidos masivos y de la limitación al máximo de salarios y servicios sociales. La resistencia de los trabajadores y de sus organizaciones a estos ataques a sus condiciones de vida, impulsa a los industriales a buscar formas y medios más drásticos para destruir esta oposición, que trata de impedir el mantenimiento de su explotación.
Tales magnates capitalistas estimulan a los fascistas por consideraciones gubernamentales y por motivos económicos. La prosperidad de las industrias pesadas se basa en una serie constante de pedidos militares por parte del estado. Si el gobierno o el parlamento son controlados por fuerzas políticas remisas a seguir una política exterior agresiva, que haría descender a bajos niveles el armamento, los industriales y sus banqueros se ven impulsados a quitar de en medio los obstáculos de una vez por todas.
Sin embargo, en sus orígenes y composición, el fascismo es mucho más que un mercenario de los grandes negociantes. El fascismo difiere de otras expresiones políticas de la reacción en un plano de importancia decisiva. Es un movimiento de masas basado en la actividad de una fuerza social específica, la desposeída y desesperada pequeña burguesía. A diferencia de las dictaduras bonapartistas y militares que son impuestas desde arriba, el movimiento fascista surge desde abajo. Tiene una composición, un ímpetu y una dirección plebeyos.
El fascismo atrae hacia su estandarte a los elementos más descontentos de las maltratadas capas intermedias de la sociedad burguesa. Sus seguidores comprenden tenderos, profesionales, oficinistas, pequeños artesanos y funcionarios de los pueblos y las ciudades y pequeños hacendados del campo. Recluta sus fuerzas de choque en el lumpenproletariado, los desempleados, y los trabajadores más desmoralizados y atrasados. Puede significar un gran atractivo para veteranos de guerra soñadores que se sienten desplazados y mal pagados en la vida civil, para jóvenes descarriados y para los alarmados pensionistas, acosados por la inflación y la inseguridad.
Los capitalistas no pueden aplastar a los trabajadores y hacer pedazos el sistema parlamentario por sí solos. Requieren los servicios de una fuerza de masas mucho más formidablemente organizada y de un movimiento político popular que actúen como ariete. Tal instrumento lo encuentran en el fascismo. Llegando a un acuerdo con su alta dirección, a menudo a espaldas de sus filas, se hacen con este movimiento social en ebullición, que exige cambios radicales y tiene dinámica y objetivos propios, hasta adecuarlo finalmente a sus propósitos.
Estas dos características opuestas del fascismo una base popular y un objetivo plutocrático están íntimamente interrelacionadas. Dicha dualidad otorga a la formación una demagógica naturaleza ambivalente. Se mueve en dos planos a la vez y al mismo tiempo, presentándose a sí mismo como una cosa, un movimiento plebeyo radical, al tiempo que actúa como otra bien diferente, una herramienta de la alta burguesía contra los trabajadores. Los grupos fascistas pueden ser rompehuelgas y guardaespaldas de los patronos, como fueron en sus primeros días los camisas negras de Mussolini, mientras sus publicistas despotrican contra la plutocracia.
En contraste con el marxismo e incluso con la democracia burguesa, el fascismo no tiene una teoría sistematizada. ¿Qué ha quedado de las doctrinas sociales y políticas de los fascistas europeos veinticinco años después de su naufragio? La heterogeneidad de su base social y de su composición, la duplicidad de sus objetivos, la incoherencia de sus ideas, la confusión de sus sentimientos y el oportunismo redomado de su dirección y de su programa, impiden el desarrollo de ninguna justificación doctrinal consistente de su existencia. Sus organizadores y promotores están decididos a tomar el poder por medio de cualquier recurso y alianza que haga falta. Se agarran sin escrúpulos con uñas y dientes a cualquier cosa que favorezca ese fin.
Mussolini, quien como ex socialista que era, tenía una tendencia algo mayor a teorizar que Hitler, hablaba con franqueza de «la vena pragmática del fascismo». El y sus camisas negras tomaron el poder en 1922 sin ayuda de ninguna otra ideología más que el nacionalismo descarado. Tras consolidar su supremacía, sintió la necesidad de alguna explicación racional que sirviera de cobertura a su abierta dictadura personal en beneficio de los capitalistas y los terratenientes italianos. El Duce decidió en 1929 que el fascismo debía «suministrarse a sí mismo un cuerpo de doctrina». Consecuentemente, dio instrucciones a su filósofo oficial, Giovanni Gentile, para que tuviera uno listo en dos meses, «de aquí al Congreso Nacional del Partido».
El hitlerismo tuvo más poder, pero menos pretensiones filosóficas que su precursor italiano. En el terreno de la ideología, los Nazis se arreglaron con un misticismo nacionalista y racial, apoyado por la supresión de todas las corrientes de pensamiento independientes y críticas, desde el liberalismo al marxismo.
En lugar de una filosofía acabada, el fascismo explota todo lo que haya de oscurantista, atrasado, y reaccionario en las tradiciones, las costumbres y la psiquis de las masas: racismo, superstición, antisemitismo, xenofobia, ultrachauvinismo, misticismo, mesianismo, etc. Las hordas fascistas se animan y cohesionan no por convicciones razonadas sino por una cólera furiosa contra el statu quo y sus mantenedores y una confianza mística en el supremo dirigente. Las palabras de el Duce y del Fuehrer son ley y deben ser ciegamente creídas y obedecidas. El dirigente tiene siempre razón y impermisible cualquier duda acerca de su omnisciencia. Los fascistas imponen el monolitismo en sus filas antes de hacerlo sobre el estado y la nación.
El furor de los descontentos es dirigido contra un grupo variado de chivos expiatorios, desde los banqueros chupadores de sangre hasta los judíos, extranjeros, liberales, marxistas y comunistas. Entre los resortes clave del fascismo se encuentra la ilusión de la pequeña burguesía de que aquél está hecho para combatir a los grandes negociantes. Para ganar seguidores en el camino al poder, el fascismo acude a los sentimientos anticapitalistas de las masas. Sus propagandistas atacan con despecho al «burgués gordo y corrompido, lacio, sucio y acomodaticio». Muchos de sus seguidores son sinceramente engañados por tales declamaciones. Pero las imprecaciones contra los ricos son tan vacías como las declaraciones de inquietud por el bien de los trabajadores y las ofertas ocasionales de apoyo a los sindicatos.
León Trotsky explicó este paradójico proceso en ¿Adonde va Francia?, que escribió en 1934 al principio de la ofensiva antiparlamentaria en ese país: «La pequeña burguesía desesperada ve en el fascismo sobre todo, una fuerza que lucha contra el gran capital, y se lo cree; a diferencia de los partidos obreros que no hacen más que hablar, el fascismo usará la fuerza para establecer más “justicia”… La pequeña burguesía es económicamente dependiente y está políticamente atomizada. Es por eso por lo que no puede desarrollar una política independiente. Necesita un “jefe” que le inspire confianza. La dirección individual o colectiva, sea un personaje o un partido, le puede ser dada por una u otra de las clases fundamentales o bien la alta burguesía o el proletariado. El fascismo une y arma a las masas dispersas. De polvo humano organiza destacamentos de combate. De esta manera, da a la pequeña burguesía la ilusión de ser una fuerza independiente. Esta comienza a imaginar que de verdad va a mandar en el estado. ¡No es sorprendente que tales ilusiones y esperanzas se le suban a la cabeza a la pequeña burguesía!».
Lo que da al fascismo su gran oportunidad no son fundamentalmente sus ideas o su programa, su fuerza de masas, su beligerancia ni el respaldo bajo cuerda de los grandes negociantes. Es sobre todo el fracaso del proletariado y de sus organizaciones. Es una ley histórica, observaba Trotsky en el último artículo de su vida, que «el fascismo fue capaz de vencer sólo en aquellos países en que los conservadores partidos obreros impidieron al proletariado utilizar la situación revolucionaria y tomar el poder».
Hizo este conciso esquema del cuadro que posibilitó la victoria de los fascistas. «Tanto los análisis teóricos como la rica experiencia histórica del último cuarto de siglo han demostrado con igual fuerza que el fascismo es cada vez el eslabón final de un ciclo político específico compuesto de lo siguiente: la más grave crisis de la sociedad capitalista; el crecimiento de la radicalización de la clase obrera; el crecimiento de la simpatía hacia la clase obrera y un anhelo de cambio por parte de la pequeña burguesía rural y urbana; la extrema confusión de la alta burguesía; sus maniobras cobardes y traicioneras tratando de evitar el clima revolucionario; el cansancio del proletariado; la confusión y la indiferencia crecientes; la agravación de la crisis social; la desesperación de la pequeña burguesía, sus anhelos de cambio; la neurosis colectiva de la pequeña burguesía, su disposición a creer en milagros, su disposición a tomar medidas violentas; el crecimiento de la hostilidad hacia el proletariado, que ha decepcionado sus esperanzas. Estas son las premisas para la rápida formación de un partido fascista y para su victoria».
Aunque los fascistas no tienen miedo de la violencia, sus dirigentes prefieren no chocar directamente con las fuerzas represivas oficiales del estado. Maniobran con objeto de adquirir el poder legalmente, si es posible. Lograron hacerlo en Italia y Alemania con la complicidad de los políticos liberales y conservadores por igual. Mussolini fue invitado por el Rey Víctor Manuel y Hitler por el Presidente Hindenburg a formar gabinetes. Una vez que las autoridades del estado les hubieran transferido las riendas del poder, los fascistas, con cierto retraso bajo Mussolini y rápidamente bajo Hitler, procedieron a suspender todas las libertades parlamentarias, exterminar las organizaciones obreras e instaurar su régimen de terror abierto.
El fascismo barre totalmente cualquier cosa que haya en su camino hacia el monopolio del poder. El estado concentra sus fuerzas de represión antes que nada sobre la clase trabajadora como enemigo principal. Encarcela y ejecuta a sus dirigentes, pone fuera de la ley a sus organizaciones y destruye sus derechos, castigando despiadadamente la más pequeña resistencia a la represión. No se tienen en cuenta las distinciones entre las diferentes tendencias del movimiento obrero, dado que la misión del fascismo no es sino la subyugación de la clase obrera entera, de las corrientes más moderadas a las más revolucionarias.
Al tiempo que trata el marxismo como el peor de los males y como cosa del mismo demonio, el fascismo arremete contra el liberalismo tratándole de corrompido y corruptor, impotente en el país y en el extranjero y apto sólo para el basurero. Es tan implacable enemigo de la democracia parlamentaria (liberalismo) casi como lo es de la democracia obrera, porque ve en ella una protectora de ésta. El estado autoritario que plantea construir no da cabida a ninguna de las dos.
Muchos liberales y reformistas no lograron calibrar el exclusivismo totalitario del fascismo. Trataron de llegar a un acuerdo con sus dirigentes, quienes les echaron a un lado con desprecio y en seguida los aplastaron. Los fascistas estaban interesados no en combinaciones parlamentarias sino en eliminar enteramente el parlamentarismo y erigir sobre sus ruinas su despotismo. Dirigentes sindicales socialdemócratas, como Leipart en Alemania, creyeron y esperaron así mismo erróneamente poder salvar sus puestos y organizaciones por medio de acuerdos con los fascistas y de la colaboración con su gobierno, como habían hecho con regímenes capitalistas anteriores.
La dictadura fascista insiste en expulsar a los viejos servidores políticos de la burguesía y concentrar todos los instrumentos de poder en sus propias manos. A causa de esta contrarrevolución política, está muy extendida la creencia de que el fascismo abolió el poder del capitalismo. Nada de lo que ha pasado en sus variedades italiana, alemana y otras ratifica este punto de vista. Al tiempo que expropiaban políticamente a la alta burguesía, los advenedizos plebeyos no sólo le dejaron su propiedad y sus posesiones intactas, nacionalizando mucho menos que algunos regímenes reformistas, sino que instauraron también una política económica, social e internacional que fortalecía al gran capital y le posibilitó operar con mayores beneficios.
Aunque el estado fascista regula la economía, las grandes corporaciones continúan dirigiendo el estado como lo hacían bajo auspicios liberales, sólo que «por otros medios». Los fascistas restauran en las fábricas, donde los trabajadores han sido despojados de toda defensa, una autoridad total para los industriales. Adoptan una política monetaria inflacionista y se lanzan a programas de obras públicas y gastos crecientes de armamento que benefician a los grandes comerciantes. Sus acciones en el extranjero son planeadas de acuerdo con las ambiciones imperialistas de los magnates del gran capital.
Irónicamente, si los ricos son los únicos beneficiarios de la política fascista, las clases medias bajas terminan siendo sus víctimas tanto como los trabajadores. El ala más radical de los plebeyos lo descubre rápidamente, cuando exige el cumplimiento de las promesas anticapitalistas de sus dirigentes. Al plantear una «segunda revolución» contra los explotadores son despiadadamente aplastados. Así, el 30 de junio de 1934, por orden de sus sostenedores financieros, Hitler fusiló a sus colaboradores más próximos entre la vieja guardia, incluidos los jefes de su casa civil Ernst Rohm, Gregor Strasser y otros. Mussolini tuvo también varias veces que purgar a su partido de milicianos causantes de problemas que urgían y tomaban medidas drásticas contra los privilegiados.
El fascismo tiende a abandonar sus rasgos plebeyos en cuanto consolida y ejerce su poder. Su estado se va transformando paso a paso en una dictadura burocrática militar-policíaca de tipo bonapartista. Esta evolución fue especialmente notoria en aquellos fascismos que tuvieron una duración mayor que la de su más explosiva contrapartida alemana. La política del estado fascista, que favorece al gran capital frente a los pequeños negocios, a los grandes terratenientes frente a los campesinos y a las cadenas de grandes almacenes frente a los pequeños tenderos, desencanta penosamente las esperanzas de mejoras concebidas por las clases medias. El régimen busca un escape a su frustración y su agresión en un nacionalismo frenético y una política exterior aventurera que sirve a los objetivos de los imperialistas.
Aparte de salvar al capitalismo de la revolución socialista en muchos países el fascismo hizo pagar un tremendo precio a la clase obrera y a toda la humanidad. Los obreros de Alemania Occidental siguen todavía en la necesidad de recuperarse de la desmoralizadora derrota que sufrieron. No obstante, también fue costoso para la propia burguesía europea. En menos de una década, los objetivos expansionistas del imperialismo alemán toparon con la resistencia de Francia e Inglaterra y precipitaron la Segunda Guerra Mundial. Tras un primer asalto de victorias, los poderes del Eje sucumbieron uno tras otro bajo los martillazos de los ejércitos Aliados y su propia pérdida de moral. Mussolini fue el primero en caer y fue colgado por los tobillos. Luego, Hitler se envenenó en las ruinas humeantes de Berlín.
La situación histórica de conjunto del período que siguió a la Segunda Guerra Mundial ha sido extremadamente desfavorable al auge de las tendencias fascistas. Después de las horribles consecuencias de los primeros experimentos con este remedio desangrante contra la revolución social, incluso el gran capital se anda con cuidado respecto a resucitarlo. Esto no significa que el fascismo no pueda revivir en los países industrialmente avanzados, por muy democráticas que sean sus tradiciones. Las causas de su desarrollo están profundamente insertas en la decadencia del capitalismo monopolista y no han sido eliminadas con las muertes de el Duce ni del Fuehrer. Su germen circula dentro del organismo capitalista y puede alcanzar un crecimiento maligno en el caso de que el capitalismo vuelva a experimentar una crisis mortal. Aunque toda formación fascista tiene marcadas particularidades nacionales, no es simplemente una tendencia localizada europea sino internacional. Los mismos factores que sacaron a escena al fascismo en Europa entre la Primera y la Segunda Guerras Mundiales pueden reproducir este feroz fenómeno político.
Es imposible predecir cuáles serán las circunstancias específicas que posibiliten su retorno. Pero si el fascismo vuelve a conquistar el poder en cualquier gran potencia capitalista, es muy probable que tuviera desde el principio la más amenazadora de las beligerancias. Además de las organizaciones obreras y de las fuerzas socialistas en sus propios dominios, se plantearía como objetivos los estados obreros enfrentados al imperialismo. El anticomunismo de Hitler y su invasión de la Unión Soviética prefiguran la dinámica de cualquier dictadura fascista futura.
La desagradable experiencia de la primera llegada en gran escala del fascismo, enseña que, en tiempos de crisis, los trabajadores deben, antes que nada, avanzar hacia el socialismo, conquistando el poder en la lucha contra los capitalistas o, por el contrario, los fascistas con la ayuda de las altas finanzas y de las clases medias desengañadas, serán llevados al poder, desde donde podrán cabalgar despiadadamente sobre el cuerpo postrado de la clase obrera.
También nos enseña la locura que supone confiar en cualquier tipo de alianza con los dirigentes del liberalismo burgués para parar a los fascistas. Confrontados con la ofensiva de la ultrarreacción, los liberales y reformistas o bien prefieren conciliar y negociar con los fascistas o son impotentes para combatirlos.
La clase obrera tiene solamente un medio efectivo de erradicar las fuentes de la reacción, ganarse a los sectores intermedios de la sociedad, acabar con la amenaza del fascismo y evitar que resurja y triunfe. Esto se consigue perseverando en una estrategia de lucha revolucionaria que conduzca al derrocamiento del capitalismo.
Las diversas formas de gobierno antidemocrático en la era del. imperialismo no están separadas en compartimentos estancos. Las líneas de demarcación entre ellas, a menudo están desdibujadas y en el curso del tiempo, una puede crecer y convertirse en otra. Un «gobierno fuerte» puede fácilmente hacer surgir al bonapartismo. Un régimen bonapartista puede dar paso a una dictadura militar o inclinarse ante el fascismo, como sucedió en Alemania en 1932-33.
La historia política de Francia en los últimos cuarenta años ilustra de la manera más convincente el tipo de transformaciones políticas que pueden generar la crisis continua de la sociedad burguesa. Desde principios de los años 30, ese país ha pasado por una sucesión de levantamientos en los cuales la estructura política ha cambiado numerosas veces.
Después del fracaso de un golpe de la extrema derecha en febrero de 1934 y de la caída del primer ministro Daladier, la vacilante república parlamentaria pasó a manos del reaccionario gobierno de Doumergue. En un brusco giro a la izquierda, se transformó en una coalición de Frente Popular, coincidiendo con la masiva ocupación de fábricas por los trabajadores en 1936. Luego, su malparado parlamentarismo sufrió un abrupto cambio a la derecha, que culminó con el derrocamiento de la III República y el establecimiento del bonapartista régimen de Vichy de Petain, después de que Alemania ocupara la mayor parte de Francia. La IV República establecida inmediatamente después de la guerra fue reemplazada por la dictadura personal de De Gaulle en 1958 y las vicisitudes de la V República del General bajo ningún concepto han terminado con su retiro.
Tales oscilaciones bruscas de un método de gobierno a otro en el marco de la propiedad privada, persistirán en tanto las relaciones de fuerzas de clase dentro de cada país y la situación externa de la nación se alteran y no tiene lugar un definitivo ajuste de cuentas entre el gran capital y la clase obrera.
Conclusiones
Lo que es decisivo para determinar la naturaleza de un gobierno dado no es la enumeración de rasgos separados, una designación formal o definición abstracta, sino el real alineamiento de fuerzas de clase y la cantidad de libertades salvadas del naufragio de la democracia liberal. Esto tiene que ser determinado concretamente en cada caso y en cada giro en la evolución de los regímenes políticos.
Aunque radicales sin información y ultraizquierdistas despreocupados puedan ponerlas todas en el mismo saco, no todas las formas de dominación burguesa son iguales. Hay importantes diferencias entre el método democrático de gobierno y sus rivales y hay diferencias significativas entre estos últimos. Los propugnadores y dirigentes de las diferentes formas de gobierno burgués no sólo pueden estar ligados contra la clase obrera, sino también, entrar en competencia fiera unos con otros en la lucha por el poder. Una dirección revolucionaria vigilante debe estar alerta a estas disputas de manera que sus tácticas puedan sacar la máxima ventaja de ellas.
Mientras todas las formas de dominación burguesa cierran filas contra los intereses del proletariado y deben ser combatidas, algunas son más peligrosas que otras porque representan una amenaza inmediata más grande para los derechos y organizaciones existentes de la clase obrera. Algunas ofrecen un margen más amplio para la acción y reacción de las masas. Desde esta posición, una democracia burguesa es preferible a cualquier dictadura y ciertas formas suaves de bonapartismo retienen mejores condiciones para la recuperación del terreno perdido por los trabajadores, que el fascismo, como la relación de fuerzas en la Francia gaullista demostró.
En caso de guerra civil, es imperativo distinguir entre el campo de la contrarrevolución abierta y cualquier sección de la burguesía y la pequeña burguesía que entran en combate realmente para luchar contra los fascistas. Es permisible y puede ser imperativo efectuar alianzas prácticas con tales elementos.
Sin embargo, hay condiciones vitalmente importantes ligadas a tal frente único. Tiene que ser hecho sin confundir los programas y objetivos políticos de las diferentes clases, sin entrar en ninguna coalición política con los liberales burgueses, que subordinan la lucha de clases a sus estipulaciones y restricciones, y sin enseñar a los trabajadores a confiar en la integridad del aliado temporal. La guerra civil española se perdió y las posibilidades de la revolución socialista se arruinaron precisamente porque los partidos obreros desatendieron estas condiciones como precio por mantener un bloque político con los liberales republicanos.
El ejemplo más costoso de aplicar indiscriminadamente la etiqueta de fascismo a cualquier tipo de gobierno burgués fue dado por las falsas posiciones de los comunistas alemanes desde 1930 a 1933. No sólo caracterizaron a los gobiernos profascistas de Brüning, von Papen y Schleicher como fascistas sino que incluso colocaron a los socialdemócratas en la misma categoría. Esto estaba en línea con la afirmación de Stalin de que los socialdemócratas no eran los antípodas sino los gemelos del fascismo.
«La dictadura fascista no se opone de ninguna manera en los principios a la democracia burguesa, bajo cuya cobertura prevalece también la dictadura del capital financiero», declaraba la resolución del Comité Central del Partido Comunista Alemán que siguió al segundo pleno del Comité Ejecutivo del Comintern en mayo de 1931. En polémicas muy fuertes de 1929 a 1933, Trotsky refutó esta negativa sin sentido a no reconocer ninguna diferencia entre la democracia y el fascismo o entre la socialdemocracia y el fascismo.
He aquí dos pasajes de su panfleto ¿Y ahora qué? escrito en 1932: «Sí que existe una contradicción entre la democracia y el fascismo. No es de ninguna manera “absoluta”, o poniéndolo en lenguaje marxista, no significa de ninguna manera la dominación de dos clases irreconciliables. Pero sí que significan diferentes sistemas de la dominación de una y misma clase.»
«Con objeto de tratar de encontrar una salida, la burguesía necesita deshacerse de una manera absoluta de la presión ejercida por las organizaciones obreras; éstas tienen que ser eliminadas, destruidas, completamente aplastadas.
En esta coyuntura comienza el papel histórico del fascismo. Pone en pie a las clases que están inmediatamente por encima del proletariado y siempre con el temor de verse obligadas a pasar a sus filas; las organiza y las militariza a expensas del capital financiero, con el encubrimiento del gobierno oficial; y las dirige hacia conseguir la extirpación de las organizaciones proletarias, desde la más revolucionaria a la más conservadora.
El fascismo no es meramente un sistema de represalias, de fuerza brutal y de terror policíaco. El fascismo es un sistema particular de gobierno basado en el desarraigo de todos los elementos de democracia proletaria del seno de la sociedad burguesa».
La confusión propagada por los estalinistas en nombre de la política marxista tuvo las consecuencias más desastrosas. Si el fascismo había tomado ya el poder, ¿qué necesidad había de convocar a los trabajadores a prepararse para un combate mortal contra los asesinos de Hitler? Lo único que iba a haber era una variante del mismo poder. Y, si los socialdemócratas no eran sino «social-fascistas», era obviamente imposible tratar de unir fuerzas con ellos en un frente común de lucha contra los nazis. El mundo entero y la causa del socialismo pagaron un precio terrible por los crasos errores de análisis político cometidos en Alemania bajo la égida del estalinismo, que ayudó a Hitler a llegar al poder.
La naturaleza esencial de la democracia política, y de la democracia burguesa en particular, no puede ser captada sin comprender la conexión que existe entre el sustrato socioeconómico y las distintas formas que asume el poder estatal. La economía es más decisiva que la política a la hora de determinar la esencia de un régimen.
El verdadero carácter de clase del estado puede ser descubierto no sólo por la legislación que establece, el tipo de guerras que sostiene o las categorías de ciudadanos que reprime, sino, sobre todo, por el tipo de propiedad que protege y promueve. Todo estado es órgano de un sistema dado de producción, que se basa en una forma particular de propiedad, que es la que confiere al estado una inclinación de clase y un contenido social. Todo estado es la expresión y el instrumento organizados de la voluntad y el bienestar de la clase dominante o del sector más fuerte dentro de ella.
La naturaleza de clase de un estado no está determinada por su forma política, que puede variar considerablemente de época a época según los cambios en las condiciones históricas y la correlación de fuerzas entre las clases, sino por las relaciones de producción y los derechos de propiedad que defienden sus organismos. En el curso de su evolución, la sociedad burguesa basada en la propiedad capitalista de los medios de producción ha sido gobernada por monarquías absolutas y constitucionales, repúblicas oligárquicas, democracias parlamentarias, regímenes militares y dictaduras fascistas.
A la inversa, si pueden levantarse formas diferentes de dominio político sobre la misma base económica, una única forma de soberanía puede tener en sus mutaciones muy diferentes sustratos socioeconómicos. La democracia política, como se ha señalado, ha ido creciendo en una secuencia de formaciones históricas desde el ascenso de la vida de las ciudades comerciales. Primero vino la democracia de las pequeñas repúblicas de Grecia, seguida de las comunas urbanas medievales; luego, la democracia de los tiempos burgueses, que está debilitándose pero aún está ahí; y después de eso, la todavía mutilada e inmadura democracia obrera emergida en el siglo XX.
Estas formas de gobierno democrático han descansado sobre diferentes cimientos y diferentes combinaciones de fuerzas sociales. La democracia antigua estuvo enraizada en la producción de mercancías en pequeña escala, el comercio y la esclavitud; la democracia medieval, en la comunidad feudal comercial y artesanal; la democracia burguesa, en las relaciones de propiedad capitalista; y la democracia obrera, en la propiedad nacionalizada, la planificación centralizada y el monopolio estatal del comercio exterior.
Todas ellas han sido igualmente dominadas por diferentes clases. gobernantes. La democracia griega fue el instrumento de los grandes y pequeños propietarios de esclavos, las comunas medievales, de los gremios mercantiles y artesanales. La democracia parlamentaria ha sido el instrumento de los grandes y pequeños negociantes y su camarilla, mientras que la democracia socialista es el producto de una revolución anticapitalista encabezada por los obreros asalariados industriales.
La conexión entre los aspectos político y sociológico del poder del estado adquiere gran importancia práctica cuando la estructura democrática es sacudida y puesta en peligro y tiene que dar paso a otro tipo de dominación. La preservación de la propiedad de los capitalistas en el cambio de uno a otro demuestra cómo la misma clase y su modo de producción puede ejercer su dominio de muy distintas maneras en momentos diferentes de su evolución, como han hecho los capitalistas italianos y alemanes.
La clase capitalista, que originalmente hizo uso de la monarquía para hacer avanzar sus intereses económicos y después se adaptó a la democracia parlamentaria, se ve empujada cada vez más a recurrir a métodos autoritarios de gobierno en los años de su ocaso para salvar de la confiscación su propiedad y su poder. No obstante, mediante las sustituciones de un régimen político por otro, el cimiento económico de su dominación, que es la propiedad privada de los medios de producción, continúa. Por eso el principal objetivo del movimiento socialista en su lucha por la democracia es la expropiación de los propietarios capitalistas.