Por Olmedo Beluche
A principios del siglo XIX, no había en Hispanoamérica naciones en el sentido que hoy se le da al término, como “identidades nacionales”. No existía al inicio del proceso de la independencia ni Colombia, ni Venezuela, ni Argentina, ni México o Perú como proyectos “nacionales”. Y no era la defensa de esas “patrias” la motivación del proceso de las guerras civiles que terminaron en la independencia.
La entidad política actuante eran los municipios o cabildos o virreinatos, no las naciones
Las “identidades” de inicios del siglo XIX eran, para las personas de “cultura hispana”, es decir, de habla castellana, dos opciones: españoles de América o españoles de la península Ibérica. Y las otras “nacionalidades” diferentes lo eran las naciones indígenas que poblaban nuestros territorios y que conservaban sus culturas, empezando por su lengua. Un caso especial, que merece estudiarse, serían los esclavos de origen africano quienes conservaban elementos de su cultura, pero de sus idiomas originales solo quedaban fragmentos.
Las instancias políticas centrales en la época no eran las naciones, sino los municipios o cabildos de las ciudades y pueblos, y ellos referidos a la entidad superior, que era el Virreinato y no las “naciones” actuales, en que se descompusieron los Virreinatos. La lucha en torno al control de los Cabildos y las Juntas nacidas en su entorno municipal es el eje del proceso político.
La característica de la etapa que va desde 1809 a 1821, es el choque entre ciudades o provincias controladas, unas por sectores criollos, otras por funcionarios realistas (muchos de ellos criollos también y no siempre “gachupines”) reaccionarios ante el menor cambio: Buenos Aires – Córdoba o Montevideo; Bogotá – Cartagena – Popayán o Santa Marta; Caracas – Maracaibo, etc.
Para tener una comprensión cabal del proceso, al abordar ese período, no se puede hacer desde una historia vista desde las “naciones” actuales, sino que tiene que ser desde una perspectiva regional, que se enmarque dentro de la lógica de funcionamiento del conjunto del sistema colonial y, en todo caso, de los Virreinatos que se habían estructurado a lo largo del siglo XVIII.
Las naciones como las conocemos son el resultado, no el inicio del proceso independentistas. Los criollos convertidos en oligarquías de comerciantes y terratenientes que controlaron los nuevos estados, para construir identidades nacionales que sirvieran a su legitimación política, tuvieron dificultades para “imaginar” su particularismo que les diferenciara del resto y de la metrópoli, a las que estaban unidas por la historia y la cultura.
La lucha por las juntas gubernativas más que la independencia
Al inicio del proceso, 1808, la lucha por la “independencia” lo era frente a la ocupación francesa de España. Lucha en la que se identificaron por igual “españoles” de ambos continentes y que va a encontrar su mejor expresión en las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812.
Constitución en la que el principal conflicto consistió en no reconocer a la población indígena y esclava de América, lo que habría dado mayoría a los españoles de este lado del Atlántico sobre las futuras Cortes. Pero en esa disputa respecto a la sub o sobre representación de los criollos en las Cortes solo interesaban los indígenas, castas y los esclavos como agentes pasivos, no como reales ciudadanos con derechos a los cuales las reglas electorales les impedían estar directamente representados. Reglas establecidas por los propios criollos.
Las Abdicaciones de Bayona supusieron la debacle de la monarquía española, creándose una crisis respecto a quién representaba la continuidad del poder político, la soberanía del Estado. Funcionarios monárquicos intentaron que la Junta de Sevilla se convirtiera en el hilo de continuidad de la desaparecida monarquía borbónica, lo cual fue cuestionado por algunas juntas en España, y por las de América, sobre todo cuando dicha junta desaparece para dar paso al llamado Consejo de Regencia a fines de 1809, aislado en Cádiz.
Se establecieron en América dos bandos: los absolutistas, realistas o monárquicos, que pretendían continuar como si nada hubiera cambiado, centrando el poder en la Audiencia y los Virreyes; y los criollos que apelaron al principio de la “retroversión de la soberanía”, es decir, que en ausencia del rey la soberanía retornaba al pueblo a través del municipio o cabildo convertido en Junta Gubernativa.
Los reaccionarios en el fondo negaban derechos de igualdad a los criollos y consideraban a las “posesiones en América” como colonias; los criollos (sin incluir a las clases sociales explotadas) se consideraban iguales, como súbditos con iguales derechos, puesto que los virreinatos no eran colonias, sino reinos, con iguales derechos que los reinos españoles.
Las guerras civiles que empiezan entre 1809 y 1811, por parte de los funcionarios monárquicos virreinales, se desatan porque intentan reprimir no las “declaraciones de independencia”, que no se han producido en ningún lado, sino porque quieren impedir la modificación del orden político colonial, devolviendo a los criollos a la situación de subordinación anterior, sacando de en medio a las Juntas y volviendo a colocar en el centro al Virrey, la Audiencia y los Cabildos como estaban antes de esa fecha.
Es esta imposibilidad de ponerse de acuerdo en una “reforma” del sistema político, esa incapacidad de aceptar ningún cambio por pate de los “realistas”, o monárquicos, o “absolutistas” (pues la mayoría de los criollos también eran monárquicos, pero “constitucionales”) es lo que va a llevar a la guerra civil y con ello a la radicalización del proceso, incluyendo las primeras declaratorias de independencia absoluta de Fernando VII, como la de Caracas el 5 de julio, Bogotá el 9 de septiembre y en Cartagena el 11 de noviembre de 1811.
Pese a lo sangriento de las guerras civiles, las declaraciones de independencia absolutas tardaron en producirse hasta 1816, para Buenos Aires y las Provincias Unidas del Río de La Plata; y hasta 1821 en Nueva España (México y Centroamérica).
Los criollos ni muy ilustrados, ni mucho menos jacobinos
Otro mito habitual consiste en dotar de una cultura jacobina y una amplia influencia de la Ilustración francesa en los líderes del movimiento emancipatorio. Pero nuevos estudios cuestionan el grado de influencia que esas ideas pudieron tener en América, que en opinión de algunos especialistas no llegaron más que a un puñado reducido de individuos (Bonilla, 2015).
Por el contrario, el miedo a que permearan en las sociedades hispanoamericanas las de “libertad, igualdad y fraternidad” eran el principal temor de la clase dominante local, los criollos. Ellos temían mucho que cundiera el ejemplo de Haití, donde los esclavos negros se apropiaron de las ideas de la Revolución Francesa para reclamar sus derechos y terminar creando un Estado independiente. Haití era la pesadilla más temida de los criollos, y evitar esa situación explica muchos de sus actos.
Ideas ilustradas o jacobinas permearon a sectores sociales de capas medias, como abogados o militares, quienes constituyeron el núcleo más radical de la independencia: Moreno, Nariño, Bolívar, Morelos, Hidalgo, etc. Pero incluso en estos casos hay que cuidarse de no cometer anacronismo atribuyéndoles caracteres “democráticos” de los que carecían.
En este sentido, es decir, señalando los límites de la radicalidad de los líderes más “jacobinos”, si cabe el término, algunos especialistas califican a dos de las figuras más importantes y decisivas de la independencia, como José de San Martín y Bernardo Monteagudo, como “liberales monárquicos” (Rojas, 2018, pág. 31).
Tómese en cuenta que la Ilustración europea y los sectores ilustrados hispanoamericanos del siglo XIX, cuando proponían un gobierno moderno, no entendían por ello: igualdad y participación de todos los sectores sociales en las estructuras del poder; ni voto universal (masculino); ni final de la esclavitud (algunos pocos sí); ni de la servidumbre de los indígenas.
La mayoría de estas conquistas democráticas que hoy vemos como “normales” son producto de las luchas posteriores del movimiento obrero y socialista europeo y de revoluciones como la de 1848, que tuvo consecuencias liberales en Hispanoamérica. Podrían ser liberales y republicanos en el sentido de la división de los poderes, o en que la legitimidad política “emana del pueblo” y no de dios, sea lo que sea que se entienda por esa frase. Pero eran flexibles con el régimen monárquico si sus intereses estaban garantizados.
En diversas coyunturas del proceso, los criollos moderados y radicales jugaron con la posibilidad de establecer una monarquía con poderes recortados, al estilo inglés, lo cual nunca cuajó. Como ejemplo baste mencionar las gestiones de uno de los más ilustrados y conspicuos líderes del movimiento, el porteño Manuel Belgrano que, en 1808-09, liderizó las gestiones para entronizar en América a la hermana de Fernando VII, la infanta Carlota Joaquina, casada con el príncipe regente de Portugal, Juan VI, que vivía en Río de Janeiro, Brasil.
Años después, en 1814 - 1815, fue enviado Manuel Belgrano junto con Bernardino Rivadavia por los criollos de Buenos Aires para negociar la autonomía de la ciudad a cambio de un acuerdo con Fernando VII, o tentar la entronización de un Borbón (el hermano de Fernando, Francisco de Paula). Incluso en 1816, durante los debates del Congreso de Tucumán, Belgrano propuso el llamado Plan Inca, para entronizar a un hermano de Tupac Amaru.
Simón Bolívar recibió múltiples veces la propuesta de convertirse en un monarca o emperador, como lo hizo Iturbide en México. Él rechazó esa idea, pero sí aceptó la de “presidente vitalicio” o “protector” de Colombia (o Gran Colombia, como se le ha llamado después). Esto fue usado en su contra por su vicepresidente Santander y por la oligarquía criolla de Bogotá para sabotearlo y sacarlo del poder aduciendo que quería convertirse en un dictador.
Aunque los ejércitos libertadores incorporaron esclavos, no hubo nunca eliminación de la esclavitud. En general, sólo se manumitieron los esclavos que se sumaron al ejército, pero los libertadores tuvieron cuidado de afectar el sistema de explotación de las haciendas. Otro tanto podría decirse de los indígenas y los sistemas de servidumbre que, al igual que la esclavitud, sobrevivieron hasta bien entrado el siglo XIX.
Tampoco hubo voto universal (masculino), pues el sufragio y el derecho a ser elegido estuvo asociado a la propiedad territorial y a criterios que impedían a las clases explotadas participar de manera igualitaria. Esto sería una conquista posterior, en muchos casos, a las revoluciones liberales a partir de 1848.
Contradicciones entre los Virreinatos de Perú y el Río La Plata
La crisis de Lima, Virreinato del Perú, se vio exacerbada por la creación del Virreinato de la Nueva Granada (1739), al que se fueron adhiriendo las audiencias de Panamá, Quito y Caracas a lo largo del siglo XVIII; y la creación del Virreinato del Río de la Plata (1776) al que se adscribió el Alto Perú y los territorios de lo que hoy son los estados de Bolivia, Paraguay, Uruguay, Chile y Argentina. Con lo cual los comerciantes limeños perdieron control comercial y político, al cual siempre soñaron volver.
Esta nueva estructura político-administrativa va a definir, para el caso de Sudamérica, los dos polos opuestos del proceso de guerras civiles que culminarán en la independencia hispanoamericana: Lima y Buenos Aires.
La capital del Virreinato del Perú, Lima, va a ser el centro político de los sectores más conservadores y reaccionarios a cualquier cambio, la cabeza del realismo absolutista más furibundo. En cuanto a la dinámica general, la ciudad estaba en decadencia económica y política por el cercenamiento sufrido principalmente en favor del nuevo Virreinato del Río de La Plata. Amputación que incluyó la principal fuente de riqueza y motor económico, la producción de plata de Potosí; así como el monopolio comercial con España del que había gozado por 200 años. Aunque aún tenía cierto esplendor y recursos económicos que le permitían disputar la hegemonía política y militar.
En el otro extremo se encontrará Buenos Aires, capital del Virreinato del Río de la Plata, que va a constituirse en el epicentro de la revolución, con todos los matices antes expuestos, cuyos comerciantes van a tomar la vanguardia política del proceso luchando clara y consecuentemente por sus intereses clasistas, los que defendió con total lucidez a través de intelectuales, dirigentes políticos y militares que ocupan su lugar en la historia (Manuel Belgrano, principalmente).
Dos élites de comerciantes, funcionarios y militares confrontados, unos, los de Lima, expresando una añoranza por un pasado perdido recientemente, pero aún con suficiente poder para trabar el proceso durante más de diez años de cruentas guerras civiles; los otros, con el brío de una burguesía joven, entusiasta y rica, impulsada por aliados poderosos como los capitalistas ingleses.
El Alto Perú, y las llamadas Provincias del Litoral, van a constituirse en la presa en disputa y el escenario en que se libraron las guerras de independencia. Las victorias o derrotas de los ejércitos de Lima o Buenos Aires en especial en Alto Perú van a definir las etapas del proceso, y los cambios de gobierno en Buenos Aires, oscilando entre radicales y conservadores, según la marcha de la guerra.
Estas regiones eran muy productivas, en el sentido agrícola y ganadero, pero sobre todo porque era el corazón de las minas de plata, producción que, aunque en decadencia tecnológica y productiva seguían siendo el fruto deseado por controlar. La importancia económica y cultural del eje Potosí, Chuquisaca y La Paz es que fue el epicentro donde se inició el proceso de independencia y las guerras en torno a la creación de la “juntas” dominadas por los criollos frente a las autoridades virreinales tradicionales.
En Alto Perú, hoy Bolivia, se inicia la lucha entre los que podríamos llamar reformistas o “juntistas” y los inmovilistas o “realistas”. La lucha entre los que aspiraban a reformas de orden político (el poder en manos de Juntas, aunque leales a la monarquía) y en el orden económico (librecambio); y los que no aceptaban ninguna reforma del sistema virreinal bajo control de las autoridades designadas desde España y en lo económico, no querían completa libertad de comercio, sino control español del mismo.
Allí se inició el proceso, en Alto Perú, pero luego se transformó en el último bastión monárquico en liberarse del dominio español y monárquico, porque el virrey Abascal tomó el control reprimiendo a los sectores progresivos. Lo que da cuenta del poder político, económico y militar que seguían teniendo los sectores reaccionarios en el Virreinato del Perú. Gracias al “Trienio Liberal” del general Riego en España, y a Bolívar y Sucre, en 1825, finalmente se completó la independencia del último bastión monárquico, Alto Perú.
Las invasiones inglesas mostraron capacidad de Buenos Aires de subsistir sin España
Previo a la debacle de la monarquía española con las abdicaciones, en la cabecera del Virreinato del Río de La Plata ocurrió un acontecimiento que, aunque parezca contradictorio con la lógica general del proceso, ayudó mucho a preparar las condiciones para la independencia aportando seguridad en cuanto a la capacidad de los locales de darse a sí mismos gobierno y autodefensa. Ese suceso fueron las invasiones inglesas a Buenos Aires y Montevideo en 1806 y 1807.
El 25 de junio de 1806 un ejército inglés de más de mil hombres atacó la ciudad de Buenos Aires, siendo incapaz de hacerle frente el virrey Rafael de Sobremonte quien se retira y causa la impresión de entregar la ciudad cobardemente. Para enfrentar la ocupación, los habitantes de la ciudad organizan un cuerpo de milicias que expulsan a los invasores dos meses después. Cuando el virrey quiso retornar la ciudad se lo impidieron.
El 3 de febrero de 1807 la ciudad de Montevideo fue invadida por los ingleses en preparación de un nuevo asalto sobre Buenos Aires, el cual se produjo a fines de junio. Ante la incapacidad manifiesta del virrey Sobremonte para hacer frente a los ingleses la ciudad de Buenos Aires lo depuso formalmente, y nombró como nuevo virrey al oficial del ejército Santiago de Liniers, el cual, a la cabeza de la milicia de ciudadanos y de lo que quedaba del ejército español organizó la resistencia victoriosa a la nueva ocupación, el 7 de julio de 1807.
A partir de estos hechos, la ciudad de Buenos Aires ganó una autonomía desconocida hasta entonces, la cual no volvió a perder en todo el proceso. Los habitantes de la ciudad y sus patricios, los criollos comerciantes, abogados y militares ganaron confianza con dos decisiones claves: un cuerpo de milicias aguerrido que sería la punta de lanza de sus propuestas por toda la región del virreinato; y la posibilidad de destituir de manera legítima una autoridad nombrada por el rey y nombrar otra en su lugar.
Hecho este último que terminó avalado por el monarca Carlos IV, que reconoció a Liniers como virrey interino, hasta que se envió un sustituto, en la persona de Baltasar Hidalgo de Cisneros. Pero de ahí en adelante, ambos virreyes perdieron el poder absoluto y tuvieron que compartirlo con los criollos bonaerenses de las milicias, del Consulado de Comercio y del Cabildo. Acá el Consulado de Comercio, contrario al de México, no estaba controlado por los españoles, sino por los criollos, y Manuel Belgrano justamente era su principal figura, junto con su primo J.J. Castelli. Ya nada sería igual en Buenos Aires.
La invasión napoleónica, abdicaciones y el “carlotismo”
Los acontecimientos en la península Ibérica explican el inicio del proceso político que culminó en la independencia de Hispanoamérica, durante los años 1807 a 1809, que ya hemos explicado que aún en ese momento no tenían por objetivo la ruptura política con España y su monarquía, sino todo lo contrario, preservar los lazos políticos con reformas que permitieran responder a la nueva situación.
En 1807, el monarca lusitano con el título de “príncipe regente”, porque gobernaba por su madre que había sido declarada loca, y que posteriormente gobernaría con el nombre del rey Juan VI de Portugal, estaba casado con la hermana mayor del que sería rey español Fernando VII, doña Carlota Joaquina de Borbón, hija del hasta ese momento rey Carlos IV.
En el verano de 1807 la monarquía portuguesa recibe una amenaza de Napoleón Bonaparte de que sería invadida si en un plazo perentorio no se sumaba al bloqueo que Francia había impuesto en los puertos europeos a los navíos ingleses. Portugal había sido tradicional aliada de la corona británica, así que le comunicó la situación. El ministro inglés George Canning les propuso un acuerdo a los portugueses, que se ejecutó entre octubre y noviembre de ese año, consistente en evacuar a la corte lusitana hacia Río de Janeiro, Brasil, bajo la protección de la armada británica.
En ese interín las tropas francesas reciben autorización de la corona española para atravesar el país e invadir Portugal, lo cual se concreta en noviembre de 1807. Pero a partir de ese momento el ejército napoleónico permaneció en la península Ibérica, sin abandonar España, realizando una ocupación de hecho del territorio.
En España, el 27 de marzo de 1808, se produce el llamado Motín de Aranjuez, por el cual el príncipe Fernando y sus seguidores fuerzan la renuncia del “favorito” y primer ministro Manuel Godoy, y pocos días después la abdicación de su padre Carlos IV en su favor.
Rápidamente los agentes de la corona española promueven que en América las ciudades juren lealtad al nuevo rey. Lo cual se cumple en los meses subsiguientes en casi todos lados, pero el virrey Santiago de Liniers en el Río de La Plata retarda de manera taimada su juramento, hasta agosto. Esta actitud de Liniers, junto a su origen francés lo va a marcar y a hacer sospechoso ante los sectores leales a Fernando VII.
En el mes de mayo, Napoleón reúne en la ciudad francesa de Bayona a padre e hijo, los dos reyes españoles que disputaban el trono. Obliga a Fernando a abdicar en favor de su padre Carlos, y a este último en abdicar en su favor, con lo cual proclama a su hermano José Bonaparte rey de España, el 7 de mayo de 1808.
Unos días antes, el 2 de mayo, estalló una rebelión popular espontánea del pueblo de Madrid contra la ocupación francesa, la cual fue duramente reprimida por las tropas del general Murat, y que va a ser el primer asalto de lo que se va a llamar la Guerra de Independencia de España contra los ocupantes galos. Para luchar contra las tropas invasoras, y ante la desaparición del aparato político de la monarquía española, o su control por los “afrancesados” de José Bonaparte, los leales a Fernando VII van a promover la organización de “Juntas” por ciudades dirigidas por los patricios de cada una.
El 28 de mayo de 1808 se creó en la ciudad de Sevilla, que no estaba ocupada aún por los franceses, la Junta Suprema de España e Indias, o abreviadamente, la Junta de Sevilla, presidida por Francisco de Saavedra. El 6 de junio esta Junta de Sevilla emite una declaración formal de guerra contra Francia, y el 15 de junio envía nota a las ciudades americanas informando la situación y, directa o indirectamente, sugiriendo la creación de Juntas siguiendo el ejemplo peninsular.
Aunque, irónicamente, en los meses posteriores algunas juntas y figuras políticas en América se negaron a aceptar la Junta de Sevilla aduciendo que había otras en España, duda que luego de 1810 pasaron al Consejo de Regencia. Actitud que parece más bien buscaba justificar el actuar independiente ante la ausencia absoluta de un poder legítimo en España.
Paralelamente en Brasil, la monarquía portuguesa, que siempre había tenido aspiraciones de expansión territorial brasileña hacia lo que era el virreinato del Río de La Plata, empezó a ejecutar un plan con ayuda del almirante inglés William Sidney Smith, para convencer a las autoridades y criollos del virreinato y de la ciudad de Buenos Aires de nombrar a Carlota Joaquina de Borbón como regenta de este territorio mientras durase la ocupación francesa, o, en todo caso, a su primo Pedro Carlos de Borbón quien también estaba en Río de Janeiro.
El plan abarcó todo el espacio colonial español, pues se enviaron notas parecidas a Nueva España y otras regiones. Pero, al parecer, la propuesta “carlotista” tuvo menos calado en otras regiones que en el Río de la Plata.
Ambos aspirantes elaboraron un documento conocido como “La Justa Reclamación” en el que se denunciaban los hechos ocurridos desde el Motín de Aranjuez, con lo cual, en la práctica desconocían la legitimidad de Fernando para ocupar el trono. Esta reclamación, en forma de carta fue enviada a casi todas las figuras prestantes de Buenos Aires: Liniers, Álzaga, Saavedra, Belgrano, etc. Estas notas fueron entregadas en septiembre de 1808.
Carlotistas vs juntistas
A partir de esto se va a producir la primera crisis política que va a dividir al virreinato en dos partidos y va a durar hasta mediados de 1809: los “carlotistas” y los “juntistas”, partidarios estos últimos de mantener la lealtad a Fernando VII.
Hay que tener cuidado de no confundirse porque los que en principio van a definirse como “juntistas” en 1809 en realidad son monárquicos absolutistas o reaccionarios, leales a Fernando VII; mientras que los “carlotistas” (una variante monárquica) terminarán siendo juntistas en 1810, al crearse la Primera Junta.
La transmutación del “partido carlotistas” en “juntista” se va a deber a un cambio de estrategia del gobierno inglés, que dejó de promover esa opción porque pasaron a ser “aliados” momentáneos de los leales a Fernando VII. Es evidente que los originalmente “carlotistas” eran comerciantes criollos muy ligados a los ingleses.
Los “juntistas” estarían encabezados por las autoridades tradicionales, vinculadas a España, como los alcaldes de Buenos Aires y Montevideo, Martín de Álzaga y Francisco de Elío y partidarios de la Junta de Sevilla en ese momento. Los “carlistas” serían los criollos vinculados al comercio interesados en romper todas las limitaciones a sus negocios, como Manuel Belgrano y sus aliados. La contradicción entre estos dos bandos es la que explica los acontecimientos de esta fase del proceso.
El virrey Liniers y demás autoridades rechazaron comedidamente la sugerencia de “La Justa Reclamación” aduciendo que ya habían jurado lealtad a Fernando unos meses antes. Pero un sector vinculado al Consulado de Comercio, que expresaba los intereses de los comerciantes criollos dispuestos al libre comercio con los ingleses, encabezado por Manuel Belgrano, su primo Juan José Castelli, Nicolás Rodríguez Peña, Beruti y otros jugaron con la posibilidad y enviaron una carta de respuesta a Carlota de Borbón.
Este grupo ha sido llamado por la historia como el “partido carlotista”, pero también por el otro sector como el “partido de la independencia”. Parece contradictorio que, quienes van a encabezar el proceso independentista en los años posteriores defiendan la idea de establecer una monarquía borbónica en Buenos Aires a través de Carlota.
Pero si se comprende que, como hemos explicado antes, el objetivo de los comerciantes criollos no era una “independencia nacional”, sino sus intereses económicos representados en el libre comercio por encima de todo. Si esto se podía lograr con una monarquía moderada que los llevara en cuenta, no había ningún problema de principios para ellos. Belgrano, Castelli y los otros no eran republicanos a muerte, ni mucho menos jacobinos.
El texto de la carta enviada a Carlota de Borbón por Belgrano y sus amigos, con fecha de 20 de septiembre de 1808, decía que su ascenso al trono porteño tendría un efecto positivo en el virreinato porque “…cesaría la calidad de colonia, sucedería la ilustración, el mejoramiento y perfeccionamiento de las costumbres; se daría energía a la industria y al comercio, se extinguirían aquellas odiosas distinciones entre europeos y americanos, se acabarían las injusticias, las opresiones, la usurpación y dilapidaciones de la renta” (Ferla, 2006).
Manuel Belgrano diría en sus Memorias años después: "Sin que nosotros hubiéramos trabajado para ser independientes, Dios mismo nos presenta la ocasión con los sucesos de 1808 en España y en Bayona. En efecto, avívanse entonces las ideas de libertad e independencia en América, y los americanos empiezan por primera vez a hablar de sus derechos... Entonces fue que, no viendo yo un asomo de que se pensara en constituirnos y sí a los americanos prestando una obediencia injusta a unos hombres que por ningún derecho debían mandarnos, traté de buscar los auspicios de la Infanta Carlota y de formar un partido a su favor, oponiéndose a los yiros de los déspotas que celaban con el mayor anhelo para no perder sus mandos y, lo que es más, para conservar la América dependiente de la España, aunque Napoleón la dominare" (Belgrano, 1910).
La disputa entre “carlotistas” y “juntistas” se va a extender hasta mediados de 1809, cuando jugó un papel fundamental los acontecimientos como:
La creación de la Primera Junta, el 21 de septiembre de 1808, en Montevideo cuando un Cabildo abierto formó una Junta y nombró al gobernador Francisco Javier de Elío como su presidente, sin aval del virrey Liniers. Montevideo se va a convertir en un bastión de los leales a Fernando a lo largo de la guerra confrontado con Buenos Aires;
La llamada Asonada de Álzaga, en Buenos Aires el 1 de enero de 1809, cuando los sectores españolistas del Cabildo y el ejército intentan deponer al virrey Liniers, el cual es salvado por el coronel Cornelio Saavedra, que representa a los sectores criollos de las milicias;
Los hechos ocurridos en la ciudad de Chuquisaca el 25 de mayo y en la ciudad de La Paz el 16 de julio de 1809, la disputa entre los sectores españolistas o juntistas del Cabildo y la Universidad contra el presidente de la Audiencia, García de León Pizarro e indirectamente contra Liniers, sospechosos de pretender entregar Alto Perú a Brasil a través de Carlota. Los hechos de Chuquisaca han sido presentados como primera proclama de independencia de América, pero no fue así. El pueblo de Alto Perú interpretó que se les entregaba al imperio portugués a través de Brasil cuyo “bandeirantes” ya habían hecho incursiones allí. En la durísima represión a Chuquisaca y Lima en 1809 actuaron de común acuerdo tanto Buenos Aires como Lima.
Pero en los meses subsiguientes, de fines de 1809 y principios de 1810, el proyecto carlotista se fue desvaneciendo por un simple hecho: los ingleses que antes eran enemigos de la corona española pasaron a ser aliados a través de la Junta de Sevilla, primero, y del Consejo de Regencia, después.
Los ingleses, a quienes convenía garantizar sus intereses comerciales en el Río de la Palta, y que para ello los mejores aliados eran los del grupo de Belgrano, tenían que actuar sin que pareciera que desconocían los “derechos” de Fernando VII. Además, aunque Portugal/Brasil eran aliados, tampoco les convenía ayudarlos a inflar sus intereses y poder en la región.
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