Mujer

Por Roberto Ayala

 

“El derrocamiento del derecho materno fue la gran derrota histórica del sexo femenino en todo el mundo. El hombre empuñó también las riendas en la casa; la mujer se vio degradada, convertida en la servidora, en la esclava de la lujuria del hombre, en un simple instrumento de reproducción. Esta baja condición de la mujer, que se manifiesta sobre todo entre los griegos de los tiempos heroicos, y más aún en los de los tiempos clásicos, ha sido gradualmente retocada, disimulada y, en ciertos sitios, hasta revestida de formas más suaves, pero no, ni mucho menos, abolida”.

Fr. Engels.

 

“Lograr la igualdad real entre el hombre y la mujer dentro de la familia es un problema arduo. Todos nuestros hábitos domésticos deberán ser revolucionados antes de que pueda suceder. Y, sin embargo, es obvio que si no hay verdadera igualdad entre marido y mujer en la familia, tanto en lo cotidiano como en sus condiciones de vida, no podremos hablar seriamente de su igualdad en el trabajo, en la sociedad o incluso en la política.”

L. Trotsky

 

“Para la mujer, la solución del problema familiar no es menos importante que la conquista de la igualdad política y el establecimiento de su plena independencia económica”.

Aleksandra Kollontai.

 

Introducción

Las relaciones entre la condición de clase y de género se ha tornado un tema y un problema central en el pensamiento y las ciencias sociales. ¿Cómo se interrelacionan en un plano histórico general? ¿Qué variaciones introduce la especificidad de las situaciones histórico-concretas? ¿En qué sentido y medida modifica la desigualdad sexual, la estructuración de las relaciones de clase bajo el capitalismo? Y también, ¿cómo afecta la condición de clase la forma peculiar en que las mujeres experiencian la discriminación de que son objeto en cuanto categoría social específica? El presente trabajo busca contribuir a su clarificación abordando ciertos aspectos del problema. No se trata de un asunto fácil de encaminar; por un lado tenemos la cuestión de la génesis del patriarcado, evento que se da con independencia, al menos en términos directos,  respecto del surgimiento de la desigualdad estructural. De otro, está claro que ambos factores interactúan, a partir de la copresencia, para producir un entramado social fundado en relaciones de dominación/subalternidad, lo que supone el correspondiente correlato simbólico, así como, vía socialización interiorizadora, las subjetividades sujetantes, disciplinadoras  (‘el deseo de la ley’), que operan como argamasa del arreglo societal, fundado en la desigualdad social estructural.

La comprensión y explicación del problema se complica en la medida que remite no solo a aspectos propiamente epistémicos sino que incluye decisivas dimensiones político-ideológicas: el conflicto, estructuralmente radicado, al que da lugar la explotación de clase, así como el marco sociocultural de la subordinación de las mujeres, se constituyen en la condición de posibilidad o el fundamento de sendos movimientos sociales que a lo largo de las dos últimas centurias, al margen de éxitos y fracasos, de idas y venidas, se presenta como un síntoma del intento de emergencia de una nueva configuración de los términos de la convivencia social. Tal recomposición de las relaciones que estructuran la interacción social y que establecen el espacio societal y el clima cultural en el que se desplegaran subjetividades, identidades, autoidentificaciones, supondría un salto monumental, una ampliación inanticipable de las posibilidades de realización, individuales y colectivas, un momento históricamente delimitador en el devenir humano, en el proceso de humanización, de autohacerse de los seres humanos, una verdadera transformación cultural.

Sin embargo, tal horizonte no puede resolver por sí solo las dificultades derivadas de las dificultades efectivamente experimentadas en los varios intentos de articulación de los respectivos objetivos y movimientos. Puesto en otros términos, la cuestión hoy colocada se refiere a la indagación acerca de las condiciones de la posible articulación de ambos movimientos, en tanto que procesos (auto)emancipadores, y desde dónde se torna pensable tal articulación, en términos prácticos; qué factores la dificultan, y, por supuesto, desde cierta perspectiva, cuáles la favorecen.

 Este escrito se centra, entre los diversos aspectos del tema, en un asunto particular, pero, en mi opinión, decisivo para el ulterior trabajo, a saber, la de las relaciones teórico-metodológicas entre las categorías de género y clase. Una vez más, no se puede esperar una exposición pretendidamente aséptica, el problema en cuestión remite a un debate nada complaciente; muy por el contrario, como decía arriba, nos enfrentamos a un tema saturado de tensionamientos político-ideológicos y notoriamente atravesado por el clima ideológico-cultural dominante en el período, en tanto que expresión mediada, relativamente autónoma, de las relaciones de fuerza en presencia entre tendencias y actores sociales conflictuantes.

En este trabajo la consideración del tema se emprende desde una perspectiva histórico-estructural, en la cual el marco de relaciones estructurantes define el ámbito de condiciones, posibilidades y límites de la acción potencial, incluso de la impugnatoria, en tanto que actuar orientado a la modificación de tales fronteras, la ampliación de las posibilidades; actuar emancipatorio relativamente al vigente estado de cosas. Un pensar-actuar crítico se orienta a generar las condiciones que posibiliten el desplazar las fronteras entre lo posible y lo imposible, entre lo factible y lo no factible, definidas para cada circunstancia y dimensión histórica. La acción, y la acción consciente, puede transformar el mundo, pero ha de hacerlo apoyándose en los recursos, materiales y simbólicos, efectivamente disponibles, caso contrario caería dentro de la vieja categorización de utopía abstracta, una mera e idílica ensoñación.  Los seres humanos crean un mundo a partir del mundo, la acción humana es el factor dinámico decisivo en el mundo. Y esa acción se hace progresivamente consciente en la medida que alcanza nuevos niveles sociales y culturales. La conciencia surge y se desarrolla en la praxis social, en el trabajo, es decir, en la actividad asociada de los seres humanos. La historia es la historia del autodesarrollo del espíritu en el mundo, dice Hegel.

Dentro de ese marco, partimos de la desigualdad de clase como el elemento articulador central del sistema social imperante, su fundamento, condición de posibilidad, la condición sin la cual NO. Desde allí, la desigualdad de género se incorpora no como un suplemento o un mero modificador, sino como una dimensión clave, hasta aquí, de la dominación, de la reproducción amplia del orden social. En una frase, el capitalismo, en su origen, encuentra la subalternidad de las mujeres como un hecho estructural y estructurador, acto seguido lo incorpora, reinstrumentalizandolo, resemantizándolo, al integrarlo en su lógica de funcionamiento y en su dinámica histórica. Lo que sigue intenta argumentar fundadamente tal hipótesis.

Una inspección de una muestra de la considerable literatura pertinente revela un arco de posiciones, y matices dentro de las mismas, notable. Sin duda, un síntoma de la complejidad del asunto como tal, pero también de los elementos extra ‘científicos’ del mismo. A fin de factibilizar el tratamiento voy a tomar como objeto de discusión una postura referencial, explícitamente o no, en los contemporáneos ‘estudios de la mujer’ de corriente principal. La tesis, en limpio, puede ser reseñada como sigue: ‘lo que estructura a la sociedad es el género, porque prácticamente todos los ámbitos de la cotidianeidad se ven atravesados, transversados por la asimetría de género; la sociedad se vendría abajo o cambiaría sus fundamentos si se rompiese con las posiciones de género’. Tal es en resumido el criterio prevaleciente, en sectores prevalecientes del feminismo. Una postura teñida en distintos grados de postmodernismo.

Antes de seguir, conviene sentar lo que tiende a entenderse por el término género: el género se conceptualiza como un conjunto de pautas culturales, códigos normativos, roles, (auto)representaciones, actitudes y reglas de comportamiento, mediante las cuales la sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, con determinados fines y para distribuir la atención de ciertas funciones sociales. No es, entonces, sólo una relación entre mujeres y hombres, sino un elemento constitutivo de las relaciones sociales en general que se expresa en valores, símbolos, normas, organización política y social y en las subjetividades personales y sociales. También puede formularse en estos términos: sistema de prácticas, símbolos, representaciones, normas y valores en torno de la diferencia sexual entre los seres humanos, que organiza la relación entre los sexos de manera jerárquica, canaliza las necesidades sexuales, y asegura, entre otras cosas, la reproducción humana y social[i]. Una formulación sociológica abreviada sería: conjunto de características diferenciadas que cada sociedad asigna a hombres y mujeres[ii]

Aproximaciones más que aceptables, y, sin embargo, cuando se dice ‘La sociedad transforma.., organiza la relación entre..’, subsiste el problema de precisar  ¿quién o qué es ‘la sociedad’? ¿qué intereses, fuerzas sociales, grupos de poder, artefactos simbólicos o imaginarios dominantes y de dominación, disimula tal abstracción? La emergencia de la subordinación sistémica de las mujeres es un producto histórico-cultural, dependiente de la presencia de ciertas condiciones sociales que la hacen posible y en el seno de las cuales adquiere sentido. No se trata, pues, de una mera división social del trabajo, apoyada en caracteres de soporte biogenético diferenciales de los sexos, situación que prevalece en condiciones de dependencia elemental respecto del entorno natural, caso de las comunidades caza-recolectoras (no afectadas por presencias culturales históricamente posteriores). La subalternidad aparece como un artefacto cultural, la antigua división sexual de los roles sociales, inducida por el elemental nivel de evolución cultural, es abstraída de sus condiciones de origen y reinsertada/resignificada en condiciones novedosas, construidas socialmente, en las cuales se orienta a cumplir funciones inéditas en el proceso de reproducción social. El evento corre paralelo con la consolidación de la institución familiar patriarcal, monogámica, heterosexual, con posesión exclusiva del cuerpo del otro, y en especial, de la otra. Revolución neolítica, incremento de la riqueza disponible y reducción de la precariedad, diferenciación y especialización social, inicio de las disparidades en materia de patrimonio heredable, institucionalización de un concepto de propiedad individual y, finalmente, el estreno de la desigualdad social estructural entre los seres humanos y sus grupos familiares, la división en clases de la sociedad, tal es el contexto en el cual se inserta la subordinación de las mujeres, tanto relacional como simbólicamente[iii].

La historia comienza a hacerse entonces como opresión del otro, como dominio; pero no en la forma de mera lucha entre bandas preneolíticas por el control de zonas ricamente dotadas y particularmente favorables para el desarrollo de la vida humana, sino como principio social estructurante, el dominio como relación social, de poder jerarquizante, que andando el tiempo dará lugar a la consolidación de una dialéctica de señor/siervo. Así, como reconocen y consagran los ideólogos conservadores, la división en clases de la sociedad, la desigualdad social estructural, se torna en motor de la historia, condición de, incentivo para, todo ‘progreso’ (‘los de abajo pugnan por mejorar su condición, los de arriba han de hacer méritos a fin de conservar la suya’).

Pero entonces la cuestión que se coloca es la de saber cómo se inserta la dominación patriarcal sobre las mujeres en este nuevo entramado societal, cuál es su funcionalidad. Lo cual nos lleva a una exploración por el siempre arduo tema del poder y sus formas de efectivación y ejercicio. El poder como relación social, construida, de dominación, se estructura, principalmente, como control o acceso privilegiado a los recursos, incluidos los seres humanos, ahora imaginados, constituidos, como objetos (el poder social como capacidad de control sobre el trabajo de los otros). Tal control asegura condiciones más que proporcionalmente favorables de vida, por relación a los grupos ‘subprivilegiados’. Los privilegios ocupan todos los espacios de la existencia; las clases poseedoras son más saludables, tienen una vida más prolongada, mayor acceso a los bienes culturales disponibles, al ocio, creativo o no, y a la seguridad; concentran capacidad de influencia política, se encuentran en mejores condiciones para plasmar sus intereses y realizar sus deseos, que, por supuesto, se abren en un abanico incomparablemente más amplio, y también, y esto es de una importancia central, tienen bastante más opción de evadir un cumplimiento rígido, si es que no ignorar directamente, las más severas y emocionalmente dolorosas normas reguladoras de la convivencia social (en materia de moralidad, sexualidad o legalidad vigente, por ejemplo), etc. El poder concede margen respecto del cumplimiento de las normas restrictivas del deseo, la ‘cultura fundada en la represión de la pulsionalidad’ a la que se refería Freud.

Pero, el poder, como se sabe, es tanto más eficaz en su operación cuanto menos evidente, explícito, resulta su despliegue. Y ello es tan válido como cabe en lo que hace al poder ejercido por las clases poseedoras: alejar de la consciencia de los subordinados su poder es decisivo para las posibilidades de conservación del mismo, o más precisamente de su conservación como base de una estructuración social capaz de reproducirse ‘normalmente’, de lo contrario ‘viviríamos’ en un estado de permanente confrontación social, incosteable incluso para los privilegiados y donde sencillamente el privilegio se vaciaría de cualquier contenido práctico. Se trata entonces de las condiciones y técnicas de construcción de consenso hacia los subordinados. El encubrimiento del poder social suele apoyarse en la manipulación por las élites de las pautas culturales tradicionales (la religión, la ‘patria’), y los miedos (la inestabilidad social, el rechazo fóbico de los diferentes). Los prejuicios sociales impiden a los subordinados ver los problemas reales de la sociedad en que viven. El consentimiento-consenso de los subordinados se construye en parte mediante la modelación del sentido común, a partir de imponer hegemonía en el clima cultural, y el correspondiente campo social para la socialización de los individuos. El poder social se disimula en su operación mediante la construcción del consentimiento social y político que apela a  dispositivos culturales tradicionales profundamente arraigados.

Yendo más allá de la manipulación de pautas culturales con fines políticos, las estrategias de ocultamiento del poder de las clases poseedoras se aprovechan y se apoyan en las propias condiciones a partir de las cuales realizan su posibilidad: la desigualdad social estructural emerge en condiciones de un ya muy avanzado proceso de diferenciación social. La diversidad de localizaciones en una estructura social complejizada y crecientemente verticalizada, da lugar a condiciones de acceso diversamente mediado a los bienes materiales y culturales, de ahí derivan posiciones diferenciales de estatus. El estatus social conlleva elementos de prestigio y reconocimiento y deriva en muy variadas y variables disposiciones de poder. Es el caso, primariamente, de la relación entre padres e hijos, entre grupos ‘raciales’ y étnicos, por razones históricas, entre categorías ocupacionales y, también, finalmente, entre hombres y mujeres[iv]. La desigualdad de estatus se funcionaliza, en la reproducción del orden social que contribuye a estructurar, en diversos niveles. Primero, en línea con la argumentación, ayuda a disimular la presencia y despliegue estructurante de la distinción propiedad/no propiedad. Efectivamente, la clase no es, no puede ser, el único determinante del poder social, aunque posee un carácter axial. La diversidad y disparidad de estatus conlleva también disposiciones asimétricas de poder, pero además produce un complejo entramado de relaciones entre individuos y grupos que, por un lado, pone la irregular arquitéctonica social inmediatamente dada en la vida cotidiana, y que como imaginario social se nos aparece como ‘cotidianeidad’[v], forma que tiende a naturalizarse; por el otro, contribuye a disimular la en último término fractura estructural decisiva: la distinción propiedad/no propiedad, sobre la cual se yerguen las clases sociales, particularmente en una sociedad capitalista.

En segundo lugar, en la medida que las desigualdades de estatus pueden dar lugar a conflictos de gran magnitud, caso del racismo, nacionalidades oprimidas, discriminación religiosa, etc., estos pueden operar como mecanismos ya no apenas encubridores sino directamente disminuyendo la tensión y el potencial conflictivo producido directamente por la desigualdad social estructural. Una de las claves de la autoconservación del sistema, metáfora de los grupos, fuerzas, relaciones, intereses, proyectos, en él prevalecientes, es la acción encaminada a desarrollar estrategias de neutralización de los subordinados. La eficaz promoción de actitudes (cognitivas y emocionales) desfavorables o directamente hostiles hacia grupos distintos del propio, el prejuicio social, tiende a generar un efecto de fragmentación de los subordinados. En tal situación, la reunión de los hijos y el complot para asesinar al padre opresivo (Freud), se torna menos probable.

Tercero, la disparidad de estatus tiende a replicarse en el plano de las representaciones sociales (micro) y de lo ideológico-cultural (macrosubjetividad), dando lugar a subjetividades, identificaciones que primero racionalizan la propia condición y, después, justifican la del otro subordinado, reificando el resultado de su producción social por el poder de la dominación. Es así como el poder dominante opera no sólo buscando controlar a los grupos de bajo estatus, sino constituyéndolos. El poder instituye al dominado, le atribuye una identidad sujetante (coloniza la subjetividad), le disciplina, y, así, logra tomar control de su cuerpo y de su alma. Esto evidentemente no significa que las identidades grupales, particulares, elaboradas desde una condición cualquiera de subalternidad, carezcan de todo fundamento, o que no sean legítimas, necesarias e incluso deseables; el punto es que, desde una perspectiva histórica amplia, no hay nada que impida su manipulación por el poder de la dominación; que la multiplicación fragmentada, caleidoscópica, de las diferencias, no es sino una estrategia de autoconservación del poder del privilegio. Las identidades particulares pueden ser desfiguradas como particularismos, esencializaciones metafísicas, absolutizaciones, de las diferencias. La fragmentación limita la capacidad de organización y resistencia de los explotados y oprimidos.

Finalmente, la disponibilidad de grupos de bajo estatus permite o facilita la selección del grueso de los ‘perdedores’ del sistema: el extranjero, aún más el extranjero pobre, o el pobre, sin más; el ‘bárbaro’ o ‘salvaje’, el ‘de color’ o el provinciano; el indio, el gitano, la ‘bruja’, el iletrado, los ‘simples’ (campesinos medievales), el ‘raro’, la prostituta, el ‘loco’, y un interminable rosario de ‘desdichados’. Probablemente el caso más estudiado sea el del racismo. Es un hecho suficientemente bien establecido el que el prejuicio racista, con independencia de las formas y motivaciones de primera instancia, funciona socialmente manteniendo a la gran mayoría de los individuos integrantes del grupo objeto en los estratos sociales con peores condiciones de trabajo y vida y con menos posibilidades de aprovechar los mecanismos de promoción social, lo que les impide desarrollar sus capacidades, lo cual de vuelta confirma el prejuicio. Los subordinados son inferiorizados lo que reafirma la naturalización de su subordinación….

La división de clase da lugar a la fractura social de base, y, sin ser necesariamente la causa directa de otras formas de desigualdad, si se constituye en la condición de posibilidad de toda una naturaleza social fundada en la desigualdad, que la incorpora como un dato, un sin afuera; un todo social que, introduciendo históricamente la asimetría entre grupos e individuos, la ontologiza, previa invisibilización de su génesis; es la operación que Hegel denominó ‘recaída en la inmediatez’: el siervo, sumido en el torbellino caótico, inefable, doloroso, angustiante, de su existencia cotidiana, atrapado en esa ‘cotidianeidad’ producida por el poder sujetante, se ve recurrentemente imposibilitado de alzarse, de tomarse un minuto de respiro para contemplar, examinar, el artefacto que le rodea, del cual hace parte y al que ha sido integrado como una mera pieza; solo así podría percibir las claves de su conformación y se le haría presente su terrible, trágico, gran secreto: su inescapable historicidad. El ocultamiento de la génesis tras el enmarañado de relaciones de la estructura operante y su manifestación como cotidianeidad alienante[vi], en ello consiste, puesto en breve, la funcionalidad general, en su autonomía, de la diversidad/desigualdad de estatus respecto de la reproducción del orden fundado en la desigualdad social estructural y la dominación.

De vuelta, entonces, a la pregunta más arriba colocada, ¿cómo se inserta la subordinación de las mujeres en el nuevo contexto social asimétrico y jerárquico? Aquí, lo primero es establecer que el género se pone como un ‘status clave’. Separadas de la propiedad, con roles económicos (aporte a la subsistencia) fundamentales pero subordinados a los procesos centrales de la reproducción de la vida material, sin condiciones de comprender y, por tanto, controlar su propia capacidad procreativa, atrapadas en una estructura familiar ahora de descendencia patrilineal, inmersas en una cultura religiosa crecientemente misógina y con una experiencia de vida desplegada en torno a la paradoja de verse en el papel social de agente socializador primario, las mujeres, como categoría social, prácticamente desaparecen de la Historia; es decir, de la historia elaborada en tanto que mito fundador, como autoimagen y memoria construida por el orden social clasista-patriarcal imperante, artefacto funcional respecto de la reproducción societal. Confinadas en el espacio doméstico, salvo puntuales y casi siempre resistidas excepciones, durante miles de años[vii], ante las mujeres se levanta una muralla china de discriminación; estigmatizadas en el judeocristianismo como inherentemente seductoras, por la propia naturaleza de su carnalidad; por un lado ocultadas, cubiertas, bajo un atuendo que es el (auto)reconocimiento de la culpa y la vergüenza; por otro, expuestas, descubiertas, fungiendo de objeto de una mirada cosificante; la vida de las mujeres es sofocada por una pesada normativa social que se levanta sobre sistemas de creencias y valores apabullantemente estables y recurrentes transculturalmente. Lo cual por supuesto se replica sobre el plano de lo microsocial: sujetas a la autoridad, no raro aterradora, de los hombres sobre su existencia, las historias de vida cotidiana de las mujeres se teje entre la resignada, sumisa, peor, interiorizada, limitación (como lo cuenta aquella hermosa letra del cantautor brasilero Chico Buarque “Mujeres de Atenas”) y los ocasionales pero recurrentes intentos de resistencia y ruptura, por mucho tiempo eficazmente neutralizados. El balance en perspectiva es contundente, no hay en lo absoluto necesidad de cargar las tintas, de forzar la dramatización sensibilizadora. Un rápido examen de los hechos recogidos aun por la crónica histórica de sesgo patriarcal ya consigue evidenciar con abrumadora explicitud el ‘destino’ enfrentado por las mujeres bajo las relaciones y la cultura clasista-patriarcales: sencillamente, la mutilación; de la física, en muchos casos, pero, sobre todo, la psico-social, la que impide ser, desplegar el potencial humano.

Simultáneamente, no basta, sin embargo, con afirmar el surgimiento en paralelo, constatado por la investigación histórica, de patriarcado y división en clases de la sociedad. Cuál es la disposición relacional en que se encuentran, la una respecto de la otra, al interior del conjunto sistémico del que son producto, del que participan y al que contribuyen a reproducir? La desigualdad social supone un conflicto estructuralmente radicado, constitutivo y definitorio, la reproducción de un tal orden requiere la configuración de un marco cultural, macrosubjetividad, y unos códigos normativos, que funcionen como mecanismos de socialización, integradores, que logren la interiorización de la dominación por los subordinados a fin de lograr controlar sus cuerpos y almas, disciplinarlos, normalizarlos para tornarlos predecibles, resignados, (‘ciudadanos responsables’…), y, en últimas, pero clave general, productivos; para ello resulta imperativo controlar su sexualidad, someterla a prescripciones sociales aun más rígidas que las prevalecientes en las anteriores condiciones de vida en las comunidades de economía natural, considerablemente menos represivas culturalmente y básicamente orientadas a hacer posible la asociación en formas socioculturales específicamente humanas, que tienden inconscientemente a domeñar la animalidad subyacente (en las comunidades originarias, preproductoras de alimentos, sin desigualdad social estructural, la lucha por la supervivencia, pese a las indecibles dificultades y toda la precariedad característica, no enfrenta, de manera sistemática, a los miembros del grupo entre sí, sino con la extrema hostilidad del entorno).

Las nuevas condiciones de la convivencia social, estructuradas en la desigualdad y la dominación entre los seres humanos acaba pues por introducir un nuevo artefacto cultural, una represión de la pulsionalidad adicional, fuente de un considerable dolor emocional, contrario a la corporalidad humana, psicoculturalmente castrante, pero socialmente eficaz, en la medida que, en general,  alcanza el resultado histórico de construir individuos socialmente ‘adaptados’ al funcionamiento de un construido social, cuya lógica de estructuración y reproducción responde tendencialmente a un  sentido social derivado de los intereses, creencias, autoimagen, a la cosmovisión, de un grupo privilegiado, dominante, capaz de saturar el tejido social con los significados correspondientes, a partir de sus posiciones estructurales de poder, sostén justamente de sus privilegios[viii].

Sobre esta base podemos pues entender el articulado ‘desigualdad-dominación-organización represiva de la sexualidad-renunciación racionalizada-control intensificado-civilización represiva’; heredad social tanto más difícil de conjurar cuanto que coronada por objetivos culturales hoy no solo altamente apreciados y promovidos (la lectura por mucho prevaleciente en la historiografía y las ciencias sociales institucionales y académicas respecto de los últimos tres milenios de la evolución social humana es claramente celebratoria, apologética, con independencia de la violencia colosal, de todo el imposible de decir sufrimiento social, sobre el que se levanta, y, más aún, en el que, cínicamente, ‘racionalmente’, ‘desideologizadamente’, ‘gerencialmente’, continua apoyándose), sino que constituidos en fundamento, de hecho, de todo el desenvolvimiento histórico posterior. De ahí la ambigüedad, el conflicto, los sentimientos confusos y encontrados, o el mero rechazo, (la recurrente seducción/tentación neorromántica, escapista, siempre aguirnaldada con jirones irracionalistas, en el límite, culturalmente cobarde, inmovilista, y, por ahí, recuperable por el orden) con que nos enfrentamos a tal herencia, a tan desgarradora escisión, por un lado, y por otro, también, el recurrente anhelo de encontrar una vía de superación capaz de reconciliar cultura y pulsionalidad.

Incorporar la desigualdad sexual en tal cuadro no presenta dificultades insalvables[ix]. Ideología patriarcal  y desigualdad sexual aparecen entonces como mecanismos de control social, orientados precisamente a la regimentación de la sexualidad, tanto de mujeres como de varones. Por supuesto que la afectación se especifica según el sexo y orientación de placer, resultando particularmente onerosa para las mujeres, de acuerdo con su, en general, en cuanto categoría social, inferior status, así como de las variaciones del grado de rigidez de la desigualdad sexual, en las distintas formaciones sociales. La desigualdad sexual comienza entonces a cobrar cuerpo, claramente, con la aparición y consolidación de los grupos productores de alimentos, que comienzan a dejar atrás la condición principalmente forrajera, pega un salto con la transición de la horticultura a la producción extensiva, y se desplegará, con modificaciones locales, tendientes a la correspondiente adecuación, hasta nuestros días, bajo la moderna, altamente diferenciada y compleja, sociedad capitalista. Por supuesto, los matices y modificaciones introducidas por cada formación social concreta presentan un enorme interés en relación con el estudio de las funciones específicas y generales de la desigualdad sexual y la represión  de las orientaciones de placer no ortodoxas, particularmente en el terreno de interés central de este trabajo, la sociedad capitalista.

El tema de las relaciones entre capitalismo y patriarcado no es uno que pueda ser tomado con ligereza. Ni fácil, ni de importancia marginal. Lo segundo resulta claro y distinto: sin superación de la desigualdad sexual, la discriminación de género, no se puede hablar de construcción social emancipada y emancipatoria. Lo primero, se hace más trabajoso, y se torna por demás evidente en el hecho de que tras ya casi doscientos años de aproximaciones, primero en forma puntual, en los últimos decenios más conscientemente orientadas, el ‘estado de la cuestión’ arroja un resultado, digamos, desconcertantemente dual. Por un lado, la investigación-reflexión ha producido una enorme cantidad de conocimiento empírico, analíticamente ordenado, así como hipótesis interpretativas sólidas; y, sin embargo, por otro, el aspecto general del campo de estudio es dominado por la ausencia de un marco teórico-metodológico, capaz de integrar los avances ya disponibles y de orientar coherentemente el desarrollo de la construcción de conocimiento (siempre sujeto a discusión), que articule el campo con las elaboraciones referidas a otros ámbitos de lo sociocultural. La razón pasa, en mi opinión, por el insuficiente e insatisfactorio abordaje, de problemas clave. Por su vez, esto se debe, fundamentalmente, creo, a la marcada ideologización -expresión de la lucha de intereses contrapuestos- que tiñe al objeto de estudio: una vez, porque la condición de las mujeres, su subalternidad, como categoría social, como se sabe, representa un eslabón clave del proceso de reproducción de instituciones sociales centrales y, por ahí, de toda la estructuración social fundada en la desigualdad en general; y después, porque la creciente complejidad del entramado societal induce, desde el atomismo de su racionalidad funcional, la fragmentación tendencial de las experiencias de vida, de las identidades y la acción colectiva que sobre tales bases resulta posible organizar.  Una sociedad de clase que paradójicamente se autorepresenta como una mera multitud de individualidades en interacción exterior.

Uno de esos problemas clave, es el que este trabajo tiene la pretensión de recorrer, el de las relaciones entre formación social y desigualdad social, específicamente, lo tocante al capitalismo como sistema social global, y a través de las conexiones clase/género. El capitalismo no solo hereda históricamaente la desigualdad sexual y la correspondiente ideología patriarcal, surge en un contexto histórico-social ya saturado de misoginia, doblemente marcado por la influencia griega y cristiana; lo cual aporta uno de los indicios para comenzar a calibrar la dificultad que la cuestión presenta: la desigualdad sexual es solo en parte exterior al capitalismo emergente. Pero, ¿cuál es el carácter de tal vínculo genésico? ¿Hace a la lógica profunda, estructural, de funcionamiento y reproducción capitalista? ¿O representa antes bien una contingencia, un carácter histórico-empírico? El patriarcado es constitutivamente inherente al capitalismo o constituye una de las formas de opresión que se sobreañaden históricamente, tejiendo a partir de ahí múltiples imbricaciones? Me parece que tanto la evidencia principal disponible como el examen lógico-teórico del capitalismo, sugiere la segunda vía de abordaje. La primera opción conduce a un resultado claro: no habría posibilidad alguna de superación del patriarcado en el seno del capitalismo. La segunda abre, por el contrario, un curso alternativo de los acontecimientos posibles.

Una sociedad constituida sobre la desigualdad estructural, como condición sin-la-cual-no, incorpora la distinción propiedad/no propiedad en tanto que fractura principal: no puede haber capitalismo sin división en clases de los individuos y grupos sociales (los desclasados hacen a la lógica de la sociedad capitalista). Por supuesto que el entramado social no puede reducirse a esta dimensión, pero sí le aporta su basamento fundamental, en el marco de la interacción con el conjunto de las otras dimensiones y aspectos que concurren en la configuración del todo social; con sus diversos planos de integración, esferas, conexiones interfases e intertemporales, autonomías entre los subsistemas, inercias propias de las dinámicas autónomas, así como de las subjetividades interactuantes que, desde sus representaciones sociales, y actuando en marcos institucionales y normativos, constituyen y reconstituyen la totalidad social en el mismo movimiento de su multifacético convivir. etc.

Así pues, la sociedad moderna capitalista, en tanto se define, nuclearmente, a partir de la propiedad privada de los medios de generación de riqueza, la producción generalizada de mercancías, la acumulación de capital, el empleo de fuerza de trabajo asalariada y la expropiación del plusvalor, incorpora, en su origen, la especificidad de la desigualdad de sexo-género como parte, primero, de las inercias propias de las continuidades históricas (todo cambio supone ciertos invariantes, sin los cuales se rompería la continuidad dialéctica y tendríamos una pura emergencia, la deriva metafísica resulta entonces inevitable); pero después, y principalmente, porque el constreñimiento social de las mujeres, en el marco institucional de la familia tradicional, puede ser, en general, funcionalmente integrado en el nivel más amplio de la reproducción social, el de la sociedad como conjunto. Puesto en otros términos, la cultura burguesa, en su progresiva conformación histórico-concreta, surge de un contexto ya patriarcal, pero la preservación de esta dimensión, en la completa estructuración del capitalismo como relación social dominante, supone la adecuación de la misma a los intereses del nuevo orden social; el orden social burgués hereda, incorpora y refuncionaliza el patriarcado.

De modo que la contundencia de los mecanismos de discapacitación social de las mujeres bajo la cristiana edad media (que solo puede ser adecuadamente parangonada con la suerte por ellas sufrida en similares procesos de derivación histórica, con marcados acentos conservadores -China, India, el mundo islámico- como correlato, al nivel de las normas de regulación social, de pronunciados cursos de decadencia social generalizada[x]), es un omnipresente elemento de contexto en el momento histórico en que las fuerzas y relaciones sociales capitalistas principian su despliegue, y, por tanto, es incorporado ‘naturalmente’: a fin de desplazar las viejas relaciones económico-sociales, las nuevas hacen su aparición en un tránsito que articula cambios pausados, progresivos, y saltos y recombinaciones, cursos no-lineales; y ello en una permanente negociación con las viejas fuerzas e intereses aun prevalecientes. Puesto que la emergente forma social se configura centralmente en el nivel del régimen de producción y acumulación, no extraña que en el primer período, de varios siglos de prolongación, más allá de la tensión inevitable, incluso creciente, se muestre capaz de incorporar y convivir con prácticamente la totalidad de la situación cultural previa. Claro que, desde el principio, la renovada dinámica de la vida social, en su creciente extensión e influencia, surte un efecto trastornador, abierto o larvado, de ritmo diferenciado, sobre el entramado todo. El cambio experimentado en los valores, normas, formas de ver, estilos de vida, expectativas, etc., todo ello es harto conocido. En cuanto a la condición de las mujeres, en términos de vida cotidiana, el cambio, aunque lento, con el correr de los siglos, no deja de ser notorio; pero sin estridencias: simplemente, la extrema rigidez de la desigualdad sexual propia de la edad media es tendencialmente aligerada, adecuada a las condiciones y necesidades de la reorganización social en proceso.

Pero es con el arribo del industrialismo, esto es, con el definitivo entronizamiento de las fuerzas, intereses, relaciones y clima cultural propiamente capitalistas, a lo largo del siglo XIX, cuando se asiste a un completo, y en ritmo de vértigo, replanteamiento de todos los términos de la convivencia social. El prestigio de la ciencia natural, la revolución técnica del  maquinismo, la creciente secularización, el desenfadado y muy liberal individualismo burgués en pleno estreno social, todo ello pavimentado por la enorme, inédita, capacidad de generación de riqueza mostrada por el capitalismo de las chimeneas, todo ello, comienza, lentamente, pero de manera cada vez más explícita, a abrir nuevas posibilidades a los individuos, incluidas (ahora y por primera vez en milenios, para el caso de occidente al menos), aunque en mucha menor medida, las mujeres.

El capitalismo ha heredado el patriarcado, pero un examen de referentes históricos significativos muestra los alcances del replanteamiento experimentado por la cultura de la desigualdad sexual, permitiendo construir un concepto acerca de las relaciones analíticas entre clase y género. Como decía más arriba, la distinción propiedad/no propiedad constituye la fractura social decisiva, definitoria, en una sociedad fundada en relaciones capitalistas; paralelamente y con mayor o menor autonomía, pero tendencialmente funcionalizadas, o, al menos, neutralizadas, esto es, sin efectos adversos significativos para el funcionamiento del sistema, operan, con ritmo propio, diversos otros factores de dominio, básicamente apoyados en desigualdades de estatus, que, aparte de contribuir mediadamente a la reproducción del sistema, o de no estorbarlo, se instrumentalizan en la producción de efectos socioculturales específicos, perseguidos por grupos colocados en posiciones estructurales de poder (la casta sacerdotal, grupos étnico-raciales privilegiados, orientaciones sexuales ‘normales’, defensores de la ‘identidad’ nacional, etc.). Se lo puede también poner en estos otros términos, tal vez más precisos: es, justamente, a condición de y en la medida que las desigualdades de estatus logran su cometido de dar lugar a distintas y diferentes formas de asimetría social, ulteriormente integrables en la reproducción del conjunto social, que, con grados diversos de mediación, las fuerzas e intereses sociales prevalecientemente expresados en el sistema social jerarquizado proceden a apuntalarlas, apoyándose en los ingentes recursos bajo su poder (el orden jurídico-legal, la legítima coacción estatal, ‘el poder constituido’, así como la escuela, los medios de masa, la industria audiovisual, etc.). El orden burgués incorpora y actualiza formas anacrónicas de opresión en la medida en que contribuyen, en formas activas y/o pasivas, a la estabilidad del orden social y coadyuvan al proceso de reproducción social, generando cohesión social y consentimiento hacia los subordinados. Institucional e  ideológicamente, las opresiones no son prescindibles.

El hecho de que la desigualdad sexual conlleve estatus diferenciales para varones y mujeres, con sus diferentes opciones de placer, no implica, pues, una conexión lógicamente necesaria con la dinámica de reproducción del capitalismo; esto es, el capitalismo es pensable sin patriarcado. El capitalismo igualmente es pensable sin pobreza, pero no sin explotación del trabajo, no sin división en clases[xi]. Cosa distinta ocurre cuando el problema se plantea en el plano de lo real históricamente desplegado, construido: el capitalismo ha integrado, y, a través de todas las modificaciones en curso, continúa haciéndolo, la desigualdad de sexo-género como un mecanismo de extrema utilidad, del cual, hasta aquí, histórico-empíricamente, no ha podido prescindir. Bien en la forma de trabajo doméstico, desde siempre excluido de la economía formal y monetizada, operando en la prestación de servicios sin los cuales el varón trabajador asalariado no conseguiría reponer su fuerza de trabajo, puesto que la casi totalidad no posee el nivel adquisitivo que les permitiría contratar tales servicios en el mercado, bien integrada al mercado laboral, al trabajo exterior al ámbito doméstico, formal o informal, los roles de subsistencia de las mujeres funcionan en la reproducción del capital. Pero es justamente aquí donde la especificidad de la desigualdad social aporta un plus en el encuadramiento sistémico: sin remuneración reconocida o enfrentando tratos tendencialmente desiguales (pago desigual por igual labor, primeras en ser despedidas o no contratadas, mayor exposición a la informalización, localización en labores menos prestigiosas o más rutinarias y menos creativas, etc.), las mujeres se encuentran, en la mayor parte de los casos, en situaciones desfavorables por el solo hecho de ser mujeres, por la ‘posición de estatus’: la desigualdad de estatus empeora sus condiciones de trabajo. El beneficio en términos de tasa de ganancia para las empresas es neto, en tanto que recurso para bajar costos.

Desde otra perspectiva, la discriminación contra las mujeres funciona también en un plano de reproducción social más amplio. Toda forma de discriminación, en el marco de la desigualdad en general, encuentra uno de sus apoyos decisivos en el hecho de que, siempre de manera tendencial (lo cual quiere significar que coexiste con subtendencias, tendencias alternativas o directamente contratendencias) facilita el proceso de selección de los ‘perdedores’ distintivos, grupos característicos, del sistema. El caso típico, acaso por más estudiado, es el del racismo (en América latina es el principal factor de opresión). Apoyándose en un mecanismo en principio exterior a la definición de sus relaciones estructurantes y procesos básicos, el capitalismo ha instrumentalizado por trescientos años un dispositivo cultural que limita severamente el acceso a los recursos y las oportunidades efectivas de comunidades enteras de seres humanos, pretextando alguna inferioridad ficticia o, peor aun, una efectiva e inducida inferiorización sociocultural derivada de condiciones de vida degradantes. El racismo ha sido, y es, históricamente funcional al sistema, pese a su exterioridad lógico-conceptual (otra vez: se puede pensar el capitalismo sin racismo). Como contraste, la institución de la esclavitud, a cierta altura del despliegue de las relaciones mercantiles, se demostró absolutamente contraproducente para los intereses de la nueva clase poseedora dominante. En consecuencia, se costearon onerosos esfuerzos, se enfrentó fuerzas sociales formidables[xii], a fin de eliminarla, y no precisamente debido a alguna forma de indignación moral, o al peso insoportable de la mala conciencia: lo que selló en definitiva el certificado de defunción de la esclavitud ha sido la imposibilidad de encuadrarla en la lógica de funcionamiento y reproducción del capitalismo avanzado.

En el caso de la desigualdad sexual el efecto social es similar, tiende a colocar a las mujeres, a la mayoría y como categoría social general (en tensión con el hecho de que una minoría importante de mujeres pertenecen a los sectores sociales dominantes y privilegiados), en el grupo de los perdedores usuales, entre los más dañados por el funcionamiento sistémico: de la crisis social provocada por las políticas neoliberales al deterioro de los núcleos familiares, como consecuencia de la precarización del mercado laboral y la directa destrucción de empleos, las mujeres, en el contexto patriarcal, a diferencia de los varones, no suelen ser las que se marchan, viéndose obligadas a asumir en solitario la responsabilidad por los hijos, con el conocido resultado de la feminización de la pobreza y su sobrerepresentación entre los marginados y excluidos. Es decir, los efectos de estatus interactúan con los de clase, y pueden agravar notoriamente la situación de determinados grupos entre los subordinados.

Claro que la desigualdad sexual, de estatus, que categoriza específicamente a las mujeres en el marco del orden social centralmente estructurado por la división en clases, no se pliega con exclusividad sobre lo directamente socioeconómico. Impregna el todo social de forma transversal, saturando el plano de lo simbólico, lo ideológico-cultural, haciéndose así referente socializador, y, por esa vía, dador de identidad, de identificación inducida, desde una cotidianeidad de sujeción, lo cual realiza, y permite entender, el portento de que muchas mujeres se conviertan en agentes de su propia opresión en tanto que mujeres. La transversalidad de la opresión, el que los objetos de la misma se tornen también sujetos, es un monstruo de mil cabezas: desde el síndrome de violación, inherente a la cultura patriarcal, su misoginia y la agresiva sexualidad en que socializa a los varones, hasta los múltiples mecanismos, burdos unos, sutiles los más, que obstruyen el desarrollo de la capacidad de las mujeres para tomar control sobre su propia fertilidad (‘Para las mujeres, la libertad comienza por el útero’, Simone de Beauvoir), así como para vivir y elaborar libremente su sexualidad-eroticidad, es toda la atmósfera cultural la que conspira para poner a la defensiva social a las mujeres.

La formidable envergadura de los obstáculos y desafíos adicionales que deben enfrentar, por su sola condición genérica, surte un efecto las más de las veces transparente pero devastador: resta motivación. Y aquí nos tropezamos con un elemento problemático que hace de bisagra transdisciplinaria entre los ámbitos sociológico y de psicología social. Puesto en breve, el común de los seres humanos no suele empeñarse sino en aquellas tareas que juzga situadas dentro de un rango aceptable de probabilidad de éxito. Nada más razonable si se considera el despropósito que resulta de invertir apreciables y limitados recursos de atención, energía y tiempo, en objetivos percibidos como difícilmente alcanzables, dada nuestra reducida tolerancia al fracaso y la frustración. Pues bien, para las mujeres, la desmotivación, la representación subjetiva, desalentadora, de las dificultades objetivas, como rasgo interiorizado, que sistemáticamente se sigue de los términos de la estructuración social transversalmente patriarcal, resulta en uno de los mecanismos más eficaces en la corroboración, o el maquillaje, de la desigualdad sexual. En la medida que se vincula con una dificultad real, socioculturalmente inscripta, con un marco de representaciones sociales desfavorable, tiende a generalizarse, la ‘desmotivación’, conductualmente reforzada en la interacción de las subjetividades inducidas, como subvaloración de las propias capacidades (los obstáculos sociales reales se interiorizan como incapacidad propia, típico mecanismo de las opresiones en general). En un mundo pensado para Uno, a Otro no solo le cuesta desplazarse sino que se imagina torpe constitutivo. Sobre esta base, la desmotivación inducida alcanza a ponerse, incluso, como justificador de la normativa limitante: ‘las mujeres son menos agresivas, menos ambiciosas y competitivas, y más de trabajo en equipo, deferentes y altruistas, que los varones’; de ahí, y no de una presunta presión discriminante, resultaría la división sexual del trabajo, transpuesta sobre la división social del mismo. Una vez más, la culpabilización de la víctima; se manosea la interpretación del resultado de la desigualdad a fin de justificar la desigualdad como tal. No es este el lugar para profundizar en el mecanismo de la desmotivación como elemento actitudinal inducido por la situación sociocultural, pero está claro que es un elemento destacado del dispositivo de dominio.

 La desmotivación lleva a la renuncia anticipada, a la autolimitación, le erosión de la autoconfianza, hasta el autodesprecio, a partir de códigos culturales que el sistema retiene, justamente, como parte de los instrumentos de control social general que, si no directamente, sí de manera indirecta, se conectan con los mecanismos antes examinados a fin de converger, de nuevo, en el fin de reforzar la desigualdad social estructural. Otra vez: por mediada que sea, la relación entre los aspectos más psicoculturales (creencias religiosas, moralidad conservadora, socialización diferencial, subcultura de género, sexualidad clausurada, ‘envidia del pene’, etc.) de la desigualdad sexual y la reproducción del orden social vigente, la primera solo puede ser justamente apreciada, esto es, comprendida y explicada, en su conexión con los requerimientos de la segunda, lo que por supuesto incluye que esta última se ha apoyado, en la forma que en este trabajo he intentado esbozar, en aquella.

Una expresión de ello radica en el hecho de que si bien todas las mujeres en la sociedad moderna, al margen de su condición de clase, experiencian, en alguna medida y forma, tarde o temprano, las efectualizaciones, agresivas o ‘galantes’, de la cultura patriarcal, con el inevitable resultado en términos de limitaciones en grados y por vías muy variables, el hecho es que  cada una lo hace en los términos que su posición en el sistema de estratificación, o más precisamente de clase, pone, o no, a su alcance. Si la posición socioestructural de poder de los individuos se define en relación con su acceso o control sobre recursos, principalmente materiales, y si este acceso a los recursos define, como tendencia principal, su horizonte de oportunidades, sus probabilidades de vida, como dice Giddens, en lo que hoy puede ser considerado un abc de teoría social, entonces se hace perfectamente inteligible el hecho de que a medida que ascendemos en una estructura social piramidal y jerárquica, las mujeres de los estratos superiores disfruten de condiciones de vida vedadas no solo para el resto de las mujeres sino para la gran mayoría de los varones, con todas las severas consecuencias vitales que sabemos que esto acarrea para la gran mayoría de la gente. Las enormes desventajas que las mujeres pertenecientes a los sectores sociales subalternos deben encarar en su cotidianeidad, incluida la forma, rigidez y gravedad con que han de enfrentar los códigos patriarcales, en los que han sido socializadas, depende, pues, principalmente, en últimas, de esto, de su posición en el sistema de estratificación-clase. Por supuesto que en un modelo explicativo que aspire a recoger toda la, hasta aquí reconocida, complejidad del entramado sociocultural, ha de incorporar además de las variables discutidas, aspectos como lo étnico-racial, la nacionalidad, lo generacional, la orientación sexual, hasta las discapacidades físicas y el atractivo físico, junto a otros factores dadores de prestigio y estatus social diferencial. Pero en el límite, en la base, como condición general de posibilidad, como factor articulador decisivo del ordenamiento todo, antes o después explicitado en el despliegue temporal de lo real social, y perfectamente reconciliable con los eventos de desviación estándar, expresados en experiencias individuales o locales siempre limitadas, encontraremos, una vez y la otra también, salvo predisposición ideológica, la relacionalidad genético-estructuralmente constitutiva de las clases sociales.

Lo anterior supone una crítica implícita a concepciones que nos exponen al riesgo de terminar padeciendo la curiosa suerte de aquel que se autoembosca en un verdadero callejón sin salida analítico, viéndose luego en la nada recomendable situación de tener que imaginar mágicas vías de escape. Es el caso de las formulaciones, demasiado frecuentes, que tienden a hacer de la subordinación de la mujer un cuasi universal cultural (deshistorización que termina por llevar agua al molino del establecimiento conservador, que aprovecha el despiste para reargumentar la inescapable ‘naturalidad’, divinamente consagrada, claro, de los roles diferenciales), solo achacable, a falta de opción más elegante, a la intrínseca perfidia de los varones, en general. Así se biologiza el tema, lo cual lo torna  socialmente insuperable (naturalización a la que Kate Millet opuso una robusta refutación). Y no cabe duda de que los varones, como categoría social, pese a enfrentar severas cargas específicas impuestas por el patriarcado, mismas que afectan su salud física y mental y hasta su longevidad posible, derivan beneficios específicos, frente a las mujeres, en el marco de conjunto, para ambos netamente opresivo, de la desigualdad sexual, todo esto siempre altamente mediado por la posición de clase. Pero elevar este aspecto al rango de clave explicativa la evolución humana, no solo resulta teóricamente falso, sino histórico-políticamente insostenible. Primero, porque la urgente acción por lograr legislaciones que liberen a las mujeres de la permanente presión de una masculinidad agresiva, en todas sus expresiones, y, aún más fundamental, por imponer un cambio cultural de alcance histórico, constituye un objetivo que recoge intereses de dimensión humana general. Y después, y principalmente, porque la incorrecta formulación de la cuestión acaba constituyéndose inevitablemente en una dificultad adicional a vencer por la acción colectiva tendente a superarla. Por supuesto que ciertos sesgos y simplificaciones retóricas resultan inevitables, incluso necesarios, en la exteriorización ideológica de los movimientos sociales, y, de hecho, todos, los movimientos anticapitalistas, los antirracistas, los de libertad de preferencia sexual, los ambientalistas, etc., todos sin excepción, no sólo incurren en, sino que hacen de tales formulaciones legítimos recursos en la lucha. Pero el asunto aquí es el del abordaje teórico-metodológico de la cuestión, o, también, la del papel del intelectual-investigador, incorporado a los movimientos, y en tanto actúa su peculiar rol.

De modo que, en términos de distinciones analíticas, las desigualdades de estatus, en el ordenamiento capitalista, han de ser entendidas en su funcionalidad reproductiva, primero, y, después, de retorno, observadas en su capacidad de afectación de tal ordenamiento (modelándolo, apuntalándolo, encubriéndolo), en tanto que dimensiones relativamente autónomas del conjunto social. Porque la pregunta indisimulable es: ¿qué sostiene, hoy, la disparidad de estatus de las mujeres?, ¿social y culturalmente a qué responde?, ¿o representa una pura inercialidad, una supervivencia simplemente anacrónica?, ¿y qué implicancias se seguirían de tal conjetura? En la medida que la evolución social humana tiende a dejar atrás las formas de vida en que la disposición y el vigor físico diferencial de los individuos (no solo entre varones y mujeres -de paso, bastante menos importante de lo que el sentido común suele representar- sino entre varones y entre mujeres) desempeñaba un papel central en las condiciones de supervivencia; en un momento histórico inédito, en que estamos en posesión más que suficiente de conocimientos y procedimientos que conceden a las mujeres la posibilidad de someter a control voluntario su capacidad fértil, verdadera proeza cultural humana, reduciendo una de las más arraigadas ‘leyes’ de la naturaleza; en un contexto de avanzada secularización, donde los mitos misóginos, como los racistas, no pueden ya más ser valorados sino como curiosas, y a veces risibles, reliquias; en un momento histórico-cultural tal, ¿qué sentido puede tener la desigualdad sexual como elemento de estructuración social? Ninguno, salvo que se la ponga en relación, en tanto que estatus clave, con el principio central, definidor, de la estructuración social imperante: la distinción propiedad/no propiedad y la desigualdad social estructural que es el capitalismo.

El punto es que, pese a la notable flexibilización en las últimas décadas de los términos efectivos de la desigualdad sexual, respecto de la no hace tanto considerable rigidez, la socialidad cotidiana en el capitalismo continua saturada de mecanismos, de artefactos materiales (relacionales) y simbólicos, activa y explícitamente dirigidos a orientar a las mujeres hacia ‘opciones’ de vida que suponen papeles funcionalmente integrados en la lógica de estructuración del sistema, tal y como esbozaba más arriba[xiii]. De ello, por supuesto, no se sigue que el patriarcado, en el límite teórico, sea insuperable dentro de los marcos del capitalismo, pero tampoco que lo contrario esté en curso, prácticamente, de realizarse, no, al menos, en un futuro que podamos desde hoy y con cierto fundamento anticipar. Comoquiera, podemos dejar el problema en abierto, puesto que no era el propósito primario de este trabajo examinarlo: ¿está el capitalismo en vías de efectivamente abrir condiciones histórico-culturales que permitirían, acción social colectiva mediante, superar la desigualdad sexual?, ¿y en qué resultaría esto?, ¿en que varones y mujeres podrían experienciar la brutal desigualdad social bajo el capitalismo, ahora sin la molesta distinción de género? Puede que el dominante feminismo liberal-posmoderno considere eso un enorme logro. En mi opinión, entusiasmaría bastante menos a una mayoría larga de mujeres en el mundo, cuyas condiciones de vida poco se modificarían.

En síntesis, la subalternización de la mujer, en el contexto de la desigualdad sexual como elemento de estructuración social, y en tanto que ‘estatus clave’, en el marco de la sociedad capitalista, ha cumplido, y cumple, una función históricamente insustituible en la reproducción social amplia del mismo. Y es esta conexión la que coloca la cuestión de la articulación posible entre distintas sensibilidades, identidades y movimientos sociales emancipatorios, es decir, con la lucha anticapitalista. Orientación, por cierto, muy en línea con las mejores tradiciones de los movimientos de mujeres durante los últimos cientociencuenta años.

 

 

 

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[i] De Barbieri, Teresita. “Sobre la categoría de género. Una introducción teórico-metodológica”. Revista Interamericana de Sociología año VI, vol. 2, #2, pp. 177-8 1992.

[ii] Blanco Pilar. LA VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES. Ed. Díaz de Santos. Madrid. 2004.

[iii] “…la monogamia no aparece de ninguna manera en la historia como un acuerdo entre el hombre y la mujer, y menos aún como la forma más elevada de matrimonio. Por el contrario, entra en escena bajo la forma del esclavizamiento de un sexo por el otro, como la proclamación de un conflicto entre los sexos, desconocido hasta entonces en la prehistoria. En un viejo manuscrito inédito, redactado en 1846 por Marx y por mí, encuentro esta frase: la primera división del trabajo es la que se hizo entre el hombre y la mujer para la procreación de hijos. Y hoy puedo añadir: el primer antagonismo de clases que apareció en la historia coincide con el desarrollo del antagonismo entre el hombre y la mujer en la monogamia; y la primera opresión de clases, con la del sexo femenino por el masculino. La monogamia fue un gran progreso histórico*, pero al mismo tiempo inaugura, juntamente con la esclavitud y con las riquezas privadas, la época que dura hasta nuestros días y en la cual cada progreso es al mismo tiempo un regreso relativo y el bienestar y el desarrollo de unos se verifican a expensas del dolor y de la represión de otros. La monogamia es la forma celular de la sociedad civilizada, en la cual podemos estudiar ya la naturaleza de las contradicciones y de los antagonismos que alcanzan su pleno desarrollo en esta sociedad”. Engels, EL ORIGEN DE LA FAMILIA, LAPROPIEDAD PRIVADA Y EL ESTADO.

*Como progreso se refiere a que esta forma de relación entre los sexos para la reproducción estuvo asociada al desarrollo de las fuerzas productivas y nuevas relaciones sociales de producción en la historia de la humanidad. No hay aquí una valoración “ideológica” de la monogamia, como puede advertirse por los párrafos que suceden y por los numerosos textos en que tanto Marx como Engels criticaron el matrimonio y la familia, como instituciones burguesas. Nota de Andrea D’Atri en: “Feminismo y Marxismo: más de 30 años de controversias”.

[iv] Naiman, Joanne. “Feminismo de izquierda y retorno clasista”. En MARX Y EL SIGLO XXI.

[v] “La práctica utilitaria de cada día crea ‘el pensamiento común’… El pensamiento común es la forma ideológica del obrar humano de cada día”. Kosik, Karel. DIALECTICA DE LO CONCRETO. Ed. Grijalbo, México, 1967. ‘A pesar de los grandes avances y logros del pensamiento y el conocimiento científico, el pensamiento ordinario sigue siendo bastante primitivo’, A. Woods, en HISTORIA DE AL FILOSOFIA.

[vi] Lefebvre, Henri. LA VIDA COTIDIANA EN EL MUNDO MODERNO. Alianza, Madrid, 1972.

[vii] Parto de la hipótesis, ya muy contrastada, de que con la irrupción de la revolución neolítica, el surgimiento de la agricultura, el pastoreo, y, sobre esa base fundamental, la posibilidad y consolidación de la vida sedentaria, así como de otros avances materiales y culturales, tales como la metalurgia, el lenguaje escrito, etc., el cambio en los términos de la vida social de los grupos involucrados trae aparejado consecuencias decisivas para la posición social de las mujeres en la estructura social, modificaciones que tienden a desplazarla rápidamente del anterior y prestigioso lugar ocupado en la banda caza-recolectora o incluso horticultora. La división sexual del trabajo (construcción sociocultural aun fundamentalmente sustentada en y sobredeterminada por condiciones naturales, incluida las propias predisposiciones biológicas de los humanos, por un lado; y por otro, todavía no vinculada a la desigualdad de género -diferencia no es sinónimo de desigualdad, asimetría social), concedía a las mujeres cierta centralidad en la vida cotidiana del grupo, apoyada en sus labores decisivamente conectadas con la reproducción del mismo: no solo su capacidad fértil y de gestación, ya de por sí decisiva en tales condiciones socioculturales, ‘la más natural de las formas de sociedad humana’, y dado el obligado y peligrosamente limitado tamaño del grupo, sino su contribución a la subsistencia, a la dieta, de los miembros (entre grupos de forrajeros la subsistencia tiende a depender bastante más de la recolección y la caza de piezas pequeñas, practicada por las mujeres, que de la gran caza, responsabilidad frecuentemente de los varones); es un hecho, suficientemente corroborado también en la investigación socio-antropológica, que los roles económicos afectan la estratificación de género; por otro lado, si bien las mujeres tienen menos posibilidades de aventurarse en la exterioridad del campamento, puesto que suelen encontrarse bien embarazadas o bien en período de lactancia, lo cual en condiciones históricas posteriores revertirá como un serio obstáculo psico-cultural, de acumulación de experiencias y conocimientos con alto prestigio, en las bandas caza-recolectoras esto es considerablemente aminorado por el hecho de la inexistencia propiamente hablando de la diferencia doméstico/público, que marca tan decisivamente a las sociedades en  curso de urbanización.. Finalmente la matrilinealidad y el establecimiento del grupo de filiación en torno a una o al grupo de mujeres mayores, así como el establecimiento de la identidad social global a través de los vínculos con lo femenino, terminan por redondear la ancestral relevancia social de las mujeres como categoría social. Parte de ello se ha expresado en las originarias formas de culto religioso, donde lo femenino asume un rol destacado y al menos al mismo nivel de lo masculino (como en aquellos mitos genésicos de las religiones orientales donde un principio femenino ha de liarse a uno masculino como fundamento del surgimiento del universo; también en las destacadas figuras femeninas entre las divinidades antropomórficas de las primeras grandes culturas con Estado: Egipto, India, Grecia, etc.).

[viii] En los términos de Marcuse, en EROS Y CIVILIZACION: “La proposición de Freud acerca de que la civilización está basada en la subyugación permanente de los instintos (pulsiones) humanos ha sido pasada por alto. Su pregunta sobre si los sufrimientos infligidos de este modo a los individuos han valido la pena por los beneficios de la cultura no ha sido tomada muy seriamente –tanto más cuanto que Freud mismo consideraba el proceso inevitable e irreversible. La libre gratificación de las necesidades instintivas (pulsionales) del hombre es incompatible con la sociedad civilizada: la renuncia y el retardo de las satisfacciones son los prerrequisitos del progreso. ‘La felicidad –dice Freud- no es un valor cultural’. La felicidad debe ser subordinada a la disciplina del trabajo como una ocupación de tiempo completo, a la disciplina de la reproducción monogámica, al sistema establecido de la ley y el orden. El metódico sacrificio de la libido es una desviación provocada rígidamente para servir a actividades y expresiones socialmente útiles, es cultura”. Una ilustración histórica es el brutal, genocida, proceso de aculturación al que fueron sometidos los pobladores originarios de este continente por los conquistadores europeos para obligarlos a asimilar la cultura de trabajo ya capitalista que importaban. La cristiandad europea atormentará los cuerpos para destruir la ‘indolencia’ del alma y la ‘perversión/aberración’ sexual que era su expresión más repugnada. Foucault, por su parte, en la Quinta conferencia de LA VERDAD Y LAS FORMAS JURIDICAS, muestra cómo lo que llama ‘instituciones de secuestro’ del siglo XIX, tenían como objetivo “hacer del tiempo y el cuerpo de los hombre, de su vida, fuerza productiva”; en la sociedad panóptica, los cuerpos y el tiempo de los seres humanos, deben ser ajustados a las necesidades del aparato de producción; para ello, se impone ‘una disciplina general de la existencia’, por distintas vías; y uno de los puntos centrales del enfoque de este disciplinamiento general es la ‘inmoralidad sexual’ de los trabajadores, “la patronal no soportaba el libertinaje obrero, la sexualidad obrera”. La calificación del cuerpo como ‘cuerpo capaz de trabajar’, su ‘conversión en fuerza de trabajo’, requiere, exige, controlar, ‘normalizar’, la pulsionalidad, someterla a normas compatibles con la sociedad capitalista. Estas normas fuerzan la separación de trabajo y goce, vincula claro con la separación de producción y consumo.

[ix] En el marco de una teoría general de las opresiones, en relación con la sociedad de clases y sus cambiantes  forma/contenido.

[x] Tal correlación, de decadencia societal generalizada (económica, cultural, institucional, en fin, civilizatoria) y deriva conservadora en las costumbres y prescripciones morales, parece poner de manifiesto algo más que un mero emparejamiento contingente, parece revelar todo un mecanismo social de ajuste al que podrían recurrir las élites en momentos de crecientes dificultades para la reproducción social normal.

[xi] En lo histórico-empírico el orden burgués no ha podido prescindir de las opresiones; pero en el plano de una teoría general, con el más alto grado de poder explicativo, como mostró Marx, resulta necesario distinguir los aspectos lógicamente decisivos de los rasgos históricamente contingentes, si de captar la estructura relacional y dinámica del objeto se trata. Esta tensión entre lo general y lo particular, es uno de los fundamentos de una perspectiva dialéctica, la tensión entre la teoría general y los requerimientos de los análisis de situaciones y casos concretos.

[xii] La guerra civil norteamericana causó alrededor de 750 mil muertos, con un máximo posible estimado en 850 mil, más de la mitad de los muertos en todas las guerras, no pocas, en que los EEUU se han involucrado. https://www.bbc.com/mundo/noticias/2012/04/120406_mas_muertos_guerra_civil_adz.

 

[xiii] Trotsky recuerda que si bien el capitalismo crea las condiciones para la emancipación humana, sin embargo, “ha sido incapaz de desarrollar una sola de sus tendencias hasta el fin”. “El marxismo y nuestra época”.